La tumba de San Pedro

09 / 07 / 2013 11:20 Luis Reyes
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Roma, 29 de junio del año 67 · Pedro, primero entre los discípulos de Cristo, es crucificado por Nerón.

Los obreros trabajan contra reloj en la tumba del 259 sucesor de San Pedro, cuya vida podía quebrarse en cualquier momento. El papa Pío XI tenía empeño en ser enterrado en la cripta que hay bajo la basílica de San Pedro, donde yacen pontífices desde el Renacimiento. Eran los primeros días de 1939, año terrible en la Historia: faltaba poco para que terminase la Guerra Civil española y empezase la Segunda Guerra Mundial.

Con las prisas se produjo un accidente, el suelo cedió bajo un albañil que desapareció por el agujero, tragado por la negrura. Pero lo que parecía una desgracia resultó ser casi un milagro. Cuando bajaron a la sima con luces descubrieron una ciudad subterránea, con sus calles en cuadrícula y sus casas en pie, perfectamente conservadas. Esa ciudad del inframundo no había sido, sin embargo, una ciudad de hombres vivos sino una necrópolis: el cementerio romano del Monte Vaticano.

El hallazgo era un tesoro arqueológico, gracias al apabullante urbanismo de los emperadores romanos. Constantino construyó en el siglo IV la primera basílica de San Pedro aplanando el Monte Vaticano. Para simplificar podríamos decir que rebajó la cúspide, echando su tierra sobre la ladera hasta lograr un terreno llano. No le importó que esa tierra cambiada de sitio como por un terremoto sepultase el cementerio que había en la ladera. Eso permitió que el cementerio se conservara intacto durante 17 siglos.

Los mausoleos familiares no solo encerraban restos humanos en urnas o ataúdes, también había estatuas, mosaicos y pinturas murales. Lo más asombroso era que a veces aparecían juntas, en el mismo mausoleo, las divinidades del Panteón clásico y las primeras representaciones de Cristo, como páginas de un libro de Historia relatando la conversión de las familias romanas del paganismo al cristianismo.

La búsqueda.

Durante años se hicieron excavaciones, pero el hallazgo principal trascendería el interés histórico y entraría en el de la fe, provocando una conmoción en la Iglesia. En un lugar de la necrópolis cuatro columnas descendían desde el nivel superior, eran las bases de las famosas columnas salomónicas del baldaquino de Bernini, que desde el siglo XVII encuadra el altar mayor de la basílica de San Pedro. Este altar se había construido exactamente sobre el lugar donde estaba el altar mayor de la primitiva basílica constantiniana, el cual a su vez se levantó sobre el punto exacto de la sepultura de San Pedro, según la tradición. Y justo entre las cuatro columnas subterráneas se encontraron, en 1942, en un nicho forrado de mármol blanco, unos restos humanos envueltos en un paño de tela púrpura bordada de oro, lo que denotaba que eran de un personaje venerado. Un prestigioso antropólogo laico, el profesor Correnti, dictaminó que los restos correspondían a un varón de complexión fuerte, de unos 70 años y fallecido en el siglo I de nuestra era. Esos datos coincidían con lo que se sabía de San Pedro.

Además, las paredes de la sepultura estaban llenas de grafitos cristianos, prueba de que era un lugar al que en los primeros siglos acudían cristianos que querían dejar memoria de su paso. El estudio de los grafitos años después (ver recuadro), sería definitivo para fundar la hipótesis de que era la tumba de San Pedro.

Pero aún había un hallazgo más, de aspecto algo morboso, que refrendaba esa idea: el cadáver carecía de pies, y se sabe que los verdugos romanos, cuando descolgaban de la cruz a un reo ejecutado cabeza abajo (lo que era más normal de lo que podemos pensar), lo hacían cortando las piernas por los tobillos, para no molestarse en subir a una escalera a arrancar los clavos de los pies. Y como nos muestra toda la iconografía cristiana, San Pedro había sido crucificado cabeza abajo.

Según la tradición cristiana, pues de la vida de Pedro en Roma no hay evidencias históricas, cuando los apóstoles se repartieron el mundo para predicar el cristianismo, Pedro fue a Roma. Le correspondía la capital del Imperio, puesto que él era “la piedra sobre la que edificaré mi Iglesia”, en palabras del propio Jesucristo, que había establecido así su jerarquía. Fue también Cristo quien le cambió el nombre de Simón, que era el suyo original, a Cefás, “piedra” en arameo, traducido luego al latín como Petrus.

Antes de ir a Roma, sin embargo, tuvo una intensa actividad en Oriente. Pedro fue el autor del primer milagro después de Cristo, haciendo que un tullido se levantara y caminase; desempeñó un importante papel en el I Concilio de Jerusalén; sufrió la persecución del Sanedrín y del rey Herodes Agripa; y se trasladó a Antioquía para promover la Iglesia de los gentiles, en la que esa ciudad ostentaría la primacía. Después iría a Roma, donde se convirtió en su primer obispo, y de hecho eso es lo que son los papas, sucesores de Pedro como obispos de Roma.

Se sabe poco de las actividades de Pedro en Roma, teniendo en cuenta que permaneció en la ciudad 20 o 25 años, aunque a veces la dejase para realizar viajes pastorales. Uno de los episodios legendarios de la etapa romana de Pedro fue su enfrentamiento con Simón, el Mago, que para probar sus poderes mágicos se puso a volar ante Nerón, pero Pedro le hizo caer a tierra, donde se mató. Su llegada a la capital del Imperio se establece al principio del reinado de Claudio, hacia el año 42-44. Por desgracia a este le sucedió Nerón, el último césar de la dinastía Julio-Claudia, que pasaría a la Historia como el que ordenó la primera persecución de los cristianos.

La figura de Nerón es la de un malo oficial. Convencionalmente se le ha considerado un ser depravado y monstruoso, que asesinó a su madre entre otras vilezas, aunque en tiempos recientes ha habido una tendencia revisionista de la historiografía. Una cosa es segura, era un soberano amante del arte y las grandes obras públicas, como atestigua su fabulosa Domus Aurea, un palacio que, tras su muerte violenta en un golpe de Estado, sería recubierto de tierra en una manifestación extrema de la damnatio memoriae, la eliminación de la memoria de los personajes que habían sido perversos a ojos del nuevo poder.

La construcción de la Domus Aurea se relaciona con la más famosa barbaridad que se achaca a Nerón, el incendio de Roma. Habría sido una operación urbanística para eliminar un barrio de casuchas, en cuyos terrenos se alzó el gran palacio. Sea verdad o mentira la premeditación en el incendio, el caso es que el fuego favoreció los planes de Nerón, y comenzaron a correr rumores de que lo había prendido a propósito. Algo así podría provocar una revuelta y, según el historiador romano Tácito, “con el fin de extirpar el rumor, Nerón se inventó unos culpables... los que el vulgo llamaba cristianos”.

El caso es que comenzó la persecución de cristianos, que se llevó a cabo con extrema crueldad, convirtiendo la represión en espectáculos sádicos celebrados en el Circo de Nerón, en el Vaticano, durante los que el extravagante Nerón “se mezclaba vestido de auriga entre la plebe”. El obispo de Roma decidió ponerse a salvo y abandonó la capital imperial, según se cuenta en Los hechos de Pedro, uno de los libros apócrifos (escritos de los primeros tiempos cristianos no admitidos por la Iglesia al fijar el canon del Nuevo Testamento). Cuando Pedro caminaba presuroso por la Vía Appia, se cruzó con Jesús, que iba con la cruz a cuestas, y tuvo lugar el famoso diálogo.

Quo Vadis.

“Quo Vadis, Domine? Romam vado iterum crucifigi” (“¿A dónde vas, Señor? Voy a Roma para ser crucificado de nuevo”). Pedro se arrepintió inmediatamente de su cobardía, como le había pasado años antes en Jerusalén, cuando negó tres veces a Cristo en la noche de la Pasión, y volvió sobre sus pasos para asumir sus responsabilidades de obispo de Roma.

La peripecia de Pedro no tenía más desenlace posible que el martirio, el jefe de la secta cristiana “aborrecida por sus infamias”, como señala Tácito, no podía escapar a la persecución neroniana, aunque parece ser que fue al final del reinado, hacia el año 67. Pedro fue crucificado en el Circo de Nerón, donde tenían lugar los martirios-espectáculo, y justo al lado del cual se hallaba el cementerio del Monte Vaticano. Resulta coherente por tanto que lo enterrasen allí los cristianos que recuperaron su cuerpo (sin pies).

Porque la tradición cristiana que recoge Eusebio de Cesarea, creador de la Historia Eclesiástica en el siglo IV, y que ha dado lugar a una rica iconografía desde tiempos primitivos, dice que fue “crucificado con la cabeza hacia abajo, habiendo él mismo pedido sufrir así”, para que no se le confundiese con Cristo.

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