La traición del mariscal

07 / 02 / 2017 Luis Reyes
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Stalingrado, 2 de febrero de 1943. El mariscal Paulus se rinde. Punto de inflexión de la Segunda Guerra Mundial.

El mariscal Paulus se entrega a los soviéticos, con los que colaboraría a través de la radio

Resistir a cualquier precio, nada de retirarse, que cada cual muera en su puesto de combate... Las órdenes desbordantes de soberbia quedan bien en las loas heroicas, pero causan catástrofes en la realidad. Cuando el general Paulus, jefe del VI Ejército alemán, que había lanzado el asalto contra Stalingrado, vio el peligro de quedar aislado por una contraofensiva soviética, quiso emprender una retirada estratégica. Era noviembre, llegaban las nieves y el frío, y en caso de cerco nadie iba a acudir en su auxilio, porque la Wehrmacht, a diferencia del Ejército Rojo, no sabía atacar en el invierno ruso. El Oberkomando (Alto Mando del Ejército) también le mandó retirarse, pero la orden directa e irrevocable de Hitler le impidió hacerlo y condenó a muerte al VI Ejército, 250.000 hombres de los que solo regresarían a Alemania 6.000.

Friedrich Paulus era un estratega nato, aunque no había tradición militar en su familia. Era hijo de un funcionario de Hacienda, y cuando quiso ingresar en la Marina Imperial alemana fue rechazado por no pertenecer a la nobleza. Su alternativa fue el Ejército, que era menos exigente. Hizo la Primera Guerra Mundial sin especial relieve, pero tras el Armisticio de 1918 fue elegido, uno entre mil, para continuar como oficial en el reducido Ejército de la República de Weimar, muy limitado en efectivos y armamento por exigencia de los vencedores.

Allí comenzó enseguida una carrera de despacho, Paulus nunca tuvo el carisma y el arrojo necesario para ser un buen general en el campo de batalla, pero era muy buen oficial de Estado Mayor, comprendía la ciencia militar y fue pionero de las tropas motorizadas y los tanques. En 1935, cuando Hitler desde el poder absoluto había emprendido el camino de la guerra, Paulus era nada menos que jefe de Estado Mayor de las fuerzas Panzer, que iban a cambiar la historia de la guerra.

Tiempo atrás, tras unas maniobras, un informe del mando había destacado su talento y pasión por el “cajón de arena” o Spielkrieg (juego de la guerra), que era la genuina escuela donde se forjaban los magníficos oficiales de Estado Mayor alemanes, y lo calificaba de “excepcionalmente dotado e interesado en materias militares, meticuloso en su trabajo de despacho”. Pero el informe señalaba también los problemas de su carácter, que lo invalidaban para ejercer el mando de combate en el campo de batalla. Curiosamente citaba una serie de aparentes cualidades, aunque contrapesando cada una con un defecto que las minimizaba: “Típico oficial de la vieja escuela, alto, de buena apariencia (pero exageradamente acicalado). Modesto (tal vez demasiado). De maneras extremadamente corteses y buen camarada (aunque demasiado preocupado por no ofender a nadie)”.

Su talento militar supo ver la importancia que tendrían los blindados en la futura guerra. Paulus fue un teórico de la nueva arma, de la Blitzkrieg que le daría al III Reich sus más gloriosas victorias al inicio de la Segunda Guerra Mundial. Estaba por tanto, como Rommel, en el reducido grupo de oficiales innovadores que tanto le gustaban a Hitler, gente que en el apellido no lucía el “Von” de la vieja y orgullosa casta militar prusiana, tan detestada por el Führer.

De alguna forma Hitler sintió que Paulus era su alter ego en el mundo castrense, alguien a quien la aristocracia militar había despreciado por su modesto origen, pero que por su genio y tesón –las propias cualidades de Hitler– había destacado y era capaz de darles lecciones a los junker, los generales nobles.

Batalla

La batalla de Stalingrado es bien sabida (ver Historias de la Historia “La ciudad de Stalin”, en el número 1.588 de TIEMPO) y no volveremos a contarla. Baste decir que desde diciembre los soldados alemanes empezaron a morir de hambre, porque el puente aéreo que había prometido Göring para abastecerlos era una utopía. Llegaban pocos aviones, aunque entre la escasa carga iban cajones de cruces de hierro. En su afán de no aceptar la realidad, Hitler enviaba condecoraciones y ascensos en vez de comida y munición.

El 15 de enero de 1943, cuando ya estaba todo perdido, le mandó a Paulus las “hojas de roble” de Caballero de la Cruz de Hierro, una distinción que hasta ese momento solo tenían 177 héroes entre los 10 millones de soldados alemanes. Y el 30 de enero, cuando prácticamente había terminado ya la resistencia, Hitler nombró a Paulus mariscal. Eran remedios mágicos, porque nunca un mariscal alemán se había rendido. Pero la magia no funcionó... El 2 de febrero Paulus, refugiado con los residuos del VI Ejército en un centro comercial subterráneo, firmó la rendición tras prohibir a sus generales que se suicidaran.

Sin embargo eso era precisamente lo que el Führer esperaba de él. “No logro comprender que alguien como Paulus no prefiera la muerte”, dijo Hitler, completamente abatido al saber que se había rendido. Más allá de la enorme trascendencia en el orden bélico –Stalingrado marcó el cambio de tendencia en la guerra; hasta Stalingrado los alemanes iban ganándola, desde Stalingrado empezaron a perderla– para Hitler se trataba de un golpe íntimo, una decepción demoledora, puesto que veía a Paulus como una proyección de sí mismo. “Lo que más me duele es que acabo de nombrarlo mariscal de campo, me parecía bien concederle esa última alegría –insistía Hitler en darle un enfoque personal a la cuestión–. Es el último mariscal que nombro. ¡De veras que no lo comprendo!”. Pero todavía quedaba acíbar en el cáliz de la amargura, la traición de Paulus no había hecho más que comenzar un largo camino.

Una vez prisionero de los rusos, Paulus decidió colaborar con ellos para derribar a Hitler y acabar la guerra. No fue el primero y desde luego no sería el último, recuérdese que al año siguiente un grupo de generales intentó asesinar al Führer con la operación Valkiria. En julio de 1943 un llamado Comité Nacional por Alemania Libre (NKFD) se formó en Krasnogorsk, un suburbio de Moscú sede de la Escuela Central Antifascista, que reunía a comunistas de todo el mundo para ser adoctrinados. El Comité estaba compuesto por diez miembros del Partido Comunista Alemán refugiados en la URSS y 28 militares alemanes prisioneros, con el escritor Erich Weiner de presidente y dos oficiales de adjuntos, uno de ellos, el conde Von Einsiedel. Sus actividades se centraron en la propaganda a través de una emisora de radio y de panfletos que se arrojaban sobre las líneas alemanas.

Paulus se sumó al NKFD y habló por radio denunciando el desatino del Führer y animando a los militares a que lo abandonasen. Además contribuyó como testigo de cargo en el proceso de Nüremberg, testificando contra la jerarquía nazi. Tras la guerra, en 1953 volvió a Alemania, a la Alemania comunista que habían puesto en marcha algunos antiguos camaradas del NKFD, y fue nombrado director del Instituto de Investigación Histórica Militar de Dresde, cargo que ejerció hasta su muerte.

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