La primera ley antitabaco

04 / 02 / 2011 0:00 Luis Reyes
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Roma, 30 de enero de 1642 . Una bula del Papa Urbano VIII pena con la excomunión la costumbre sevillana

Fumar no es pecado, aunque hoy se haya convertido en el más reprobable pecado social. La Iglesia, que es quien tiene la palabra en estas materias, nunca ha definido el consumo de tabaco como pecado, ni mortal, ni venial, aunque haya castigado con excomunión ciertos excesos en su disfrute. Y si la Inquisición de Ayamonte procesó al primer fumador europeo de la Historia, Rodrigo de Xerez, fue por ignorancia: los inquisidores interpretaron que echar humo por la boca, algo que jamás habían visto, era una práctica de brujería, y fue por brujo, no por fumador, por lo que encarcelaron al pobre Rodrigo.

Es notable, aunque no sabemos si rigurosamente histórico, cómo se relaciona este personaje con los inicios del fenómeno social de fumar. Rodrigo de Xerez acogió en su casa de Ayamonte a Cristóbal Colón y su hijo cuando el marino andaba buscando quien le financiara su viaje a las Indias por el Oeste, y luego le acompañó en la histórica travesía.

En noviembre de 1492 Colón envió a Rodrigo y a un judío converso llamado Luis de Torres a explorar la isla de Cuba, y allí “hallaron los dos cristianos a mucha gente (...) mujeres y hombres con un tizón en la mano, yerbas para tomar su sahumerio” (es decir, su humo). Rodrigo trajo aquella “yerba” de vuelta a España, la plantó en Ayamonte, y de ahí vino su problema con la Inquisición. Sin embargo los historiadores dan como probable introductor, en 1518, a un clérigo, fray Román Pané, monje jerónimo catalán. Nacería así la ambigua relación de la Iglesia con el tabaco.

El descubrimiento del Nuevo Mundo supuso una auténtica revolución cultural, y para la Iglesia, que pretendía marcar la forma de pensar, una serie de problemas desde teológicos -determinar si los indios tenían alma-, hasta morales –la “defensa de los indios” que asumieron misioneros como De las Casas-.

Llegaban alimentos nuevos de características adictivas, como el chocolate, llamado Teobroma (alimento de los dioses), cuya elaboración fue un secreto de Estado de la corona española, mantenido hasta que lo rompió el espionaje francés en el siglo XVII. Y llegaban productos que no se sabía de qué modo calificar, como el tabaco.

En principio era una sustancia medicinal. De hecho, los historiadores de la medicina consideran introductor oficial del tabaco en la Corte española a Francisco Hernández de Toledo, médico de cámara de Felipe II, a quien el rey nombró “protomédico en todas las Indias”, y que encabezó una expedición científica para investigar las especies nuevas. Nicolás Monardes (véase recuadro), afamado botánico sevillano, le dedicó un capítulo en su Historia Medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales (1580), donde destacaba sus innumerables virtudes curativas.

Su difusión por el resto de Europa también tuvo razón medicinal. El embajador francés en Lisboa, Jean Nicot, le envió polvo de tabaco a su reina, Catalina de Medici, para aliviar sus molestas migrañas. La posteridad pagaría la preocupación de Nicot por la soberana francesa haciendo odioso su nombre, que bautizó a la “nicotina”. Pero Catalina de Medici quedó muy contenta, se aficionó enseguida a absorber por la nariz aquellos polvitos, y por imitación se puso de moda entre los cortesanos el uso del rapé (molido, en francés).

En España, el austero Felipe II no cayó en la novedosa adicción, pero sí lo hacían personajes influyentes de su Corte, como su hermano don Juan de Austria o la célebre princesa de Éboli. La extensión de su uso al resto de la pirámide social exigió la creación en 1620 de la primera fábrica de tabaco en polvo de la Historia, que naturalmente se fundó en Sevilla, principal puerto del comercio americano. Poco después entró en funcionamiento otra en Cádiz, ésta de “tabaco de humo”, como se llamaba a los cigarros. Entre los presentes que la Corona española hacía a los moros amigos del norte de Africa figuraba precisamente el “tabaco de humo”.

El ayuno eucarístico

Para la Iglesia, el tabaco planteaba sobre todo un problema ritual. ¿Rompía el ayuno eucarístico inhalar su humo o aspirar su polvo? El sacramento de la comunión exigía un ayuno absoluto desde las 12 de la noche anterior. Hoy no podemos hacernos una idea de la importancia que estas cuestiones tenían en aquellos siglos, tan impregnados de fe religiosa que los pueblos se lanzaban frecuentemente a guerras de religión. La misa era un misterio, cuyo núcleo consistía en la conversión del pan y el vino en el cuerpo y sangre de Jesucristo, y a continuación el sacerdote y los fieles los comulgaban, es decir, se comían a Dios. Algo tan prodigioso no podía hacerse sin un ceremonial estrictamente reglado.

No se permitía la ingesta de alimento sólido ni líquido antes de recibir el cuerpo de Cristo, pero el humo del tabaco era gaseoso. En cuanto a su polvo, que era sólido, no llegaba al estómago, se quedaba en las fosas nasales. La decisión coherente de la Iglesia fue, por tanto, que fumar no rompía el ayuno.

Sin embargo en Sevilla, puerta de entrada de las Indias, emporio tabaquero con sus fábricas y almacenes, patria luego de la más famosa cigarrera, Carmen, era tanta la afición al tabaco que provocó una bula del Papa Urbano VIII, conocido por su enemistad con España.

“Se nos ha informado que la mala costumbre de tomar por la boca y las narices la hierba vulgarmente denominada tabaco se halla totalmente extendida en muchas diócesis, al extremo de que las personas de ambos sexos, y aun hasta los sacerdotes y los clérigos, tanto los seculares como los regulares, olvidándose del decoro propio de su rango, la toman en todas partes y principalmente en los templos de la villa y diócesis de Hispalis (Sevilla), sin avergonzarse, durante la celebración del muy santo sacrificio de la misa, ensuciándose las vestiduras sagradas con los repugnantes humores que el tabaco provoca, infestando los templos con un olor repelente”.

El informador al que aludía el Papa, referente histórico de Leire Pajín, debía de ser Francisco de Quesada, canónigo y archidiácono de Écija. Era un auténtico cruzado antitabaco propio de los tiempos actuales, no hablaba más que de lejos con nadie que fumara, se cambiaba de acera si veía al alguien venir fumando por la calle, y si se enteraba que un criado fumaba, lo despedía.

El caso es que el Papa prohibió tomar tabaco en el interior y “en los pórticos” de las iglesias, bajo pena de excomunión ipso facto. La primera ley antitabaco.

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