La pasión española del cardenal Mazarino

20 / 07 / 2007 0:00 Luis Reyes
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Era un cardenal de la Iglesia, pero se casó con una reina de Francia que era española. Nada fue simple en la vida de Mazarino.

18/05/07
Un cardenal por otro. Eso pensó Francia entera cuando Giulio Mazarino fue designado primer ministro por Luis XIII. Su antecesor, el cardenal Richelieu, se lo había recomendado antes de morir al rey como la persona que continuaría su obra de convertir a Francia en la primera potencia mundial.
Pero había alguien para quien el relevo de cardenales sí que suponía un cambio radical: la reina. Ana de Austria, la esposa española de Luis XIII, que poco después se iba a convertir en la primera autoridad del reino, la regente.
Ana de Austria y Richelieu no se habían llevado nada bien. Sus enfrentamientos darían lugar, incluso, a una de las novelas más famosas del mundo, Los Tres Mosqueteros, cuyo meollo son las caballerosas hazañas de D’Artagnan y sus amigos para cubrir los amores adúlteros de la reina, frente al intento de denunciarlos de Richelieu.
La española
Aparentemente éste desconfiaba de “la española”, temía que la hija de Felipe III saboteara su designio, la grandeza de Francia a costa de debilitar a España. En realidad, Ana de Austria fue leal a su país de adopción. Su conflicto con Richelieu era una cuestión de poder. ¿Quién iba a mandar en Francia, aprovechando la debilidad del rey?
Fue un choque tremendo, Richelieu era un gran estadista, un político nato y un intrigante consumado. Ana de Austria tenía el orgullo de las infantas de España, que era inmenso, y la capacidad de mando de las mujeres de la Casa de Austria, que estaba acreditada.
Pero ese conflicto entre la reina y el primer ministro se diluye como un terrón en agua y se transforma en complicidad cuando Mazarino sucede a Richelieu.
Ana de Austria y Giulio Mazarino forman una especie de simbiosis, él le da el poder a ella, ella se lo retorna como un espejo. Al morir Luis XIII, deja dispuesto que, hasta la mayoría de edad de Luis XIV, asuma la Regencia un Consejo. Pero el primer ministro Mazarino mueve los hilos, maneja las piezas, y el Parlamento de París, rompiendo la voluntad del rey difunto, nombra única regente a Ana.
Eso sucede el 18 de mayo de 1643 y, ese mismo día, la primera medida de la reina regente será, por supuesto, volver a nombrar primer ministro al cardenal Mazarino. Lo será hasta su muerte, veinte años después, incluso cuando la revolución de la Fronda le obligue a exilarse. Desde fuera de Francia, Mazarino seguirá gobernando a través de Ana de Austria.
¿Qué lazo les une durante tanto tiempo en un campo tan cambiante como el de la política? El más antiguo, el del amor.
Acusar al valido de amores con la soberana es un recurso clásico en la guerra sucia política. Los libelos de los enemigos del cardenal son tan copiosos que incluso dan lugar a un género, las mazarinadas. Ana ha tardado 22 años en tener un hijo con Luis XIII, de modo que es casi obligado acusar al refi nado italiano, que mucho antes de llegar al poder supremo cultiva una cordial relación con la reina, de ser el padre biológico de Luis XIV.
Lo cierto es que el rey niño, luego el joven, tratará a Mazarino con el respeto y afecto que se debe a un padre, y que éste le corresponderá cuidando de él como si fuese su hijo. En su lecho de muerte, Mazarino le va a dar a Luis XIV el consejo supremo: “No nombres ningún primer ministro”. Él sabe bien cómo los primeros ministros pueden roer el poder de los monarcas.
Pero infundios políticos aparte, la verdad es que Ana de Austria y Mazarino tienen una relación afectiva que se refleja en las cartas de la reina y en las memorias de algunos testigos de la época. Según un personaje tan bien situado en la Corte como la princesa Palatina, cuñada del propio Luis XIV, la reina y el cardenal llegan a contraer matrimonio en secreto –Mazarino había sido nombrado cardenal sin profesar de sacerdote previamente–.
Juventud
Mazarino tenía una compleja relación con respecto a España. Su política, continuando la de Richelieu, es ir zapando la hegemonía hispánica, para que Francia substituya a España como primera potencia mundial. Pero su última gran jugada diplomática, lo que se considera su testamento político, es la Paz de los Pirineos (véase “Tiempo” nº 1.281), una alianza hispano-francesa que pone fin a un cuarto de siglo de guerra, que cambia el panorama de Europa y que se sella con el matrimonio de Luis XIV con la infanta María Teresa, hija de Felipe IV.
A Mazarino le gustaba lo español: colecciona arte español y llega a hacerse amigo de su rival diplomático, don Luis de Haro, primer ministro de Felipe IV. Cuando muere, Mazarino deja en su testamento un tiziano para don Luis, que no es poca cosa.
En realidad, Mazarino estaba destinado, en su juventud, a convertirse en un servidor del rey de España. A los 17 años vino a nuestro país en el séquito del cardenal Colonna, y se puso a estudiar en Alcalá de Henares. Pero sólo estuvo dos años y se fue precipitadamente, como si escapara.
¿Qué le pasó? Otra vez el amor. Se prendó locamente de la hija de su prestamista, que le animaba a endeudarse. El cardenal Colonna advirtió cómo querían aprovecharse de Mazarino, y lo quitó de en medio mandándolo a Roma.
Aquella pasión española, casi adolescente y frustrada, parece que encontró larga satisfacción en la Corte francesa de la reina española.
Las novias de Luis XIV
Las íntimas relaciones de la familia real francesa con Mazarino se extendieron a la parentela de éste. El cardenal se había traído a París cinco sobrinas, las hermanas Mancini, con la intención de darles buenos maridos, pero el asunto se desmandó... El joven Luis XIV se enamoró, con la sinceridad de la adolescencia, de María. Y ahí fue uno de los momentos en que Mazarino se portó como un padre para Luis XIV. En vez de aprovechar la juvenil pasión para emparentar con la realeza, mandó lejos a su sobrina. Mazarino ya había decidido que el rey de Francia tenía que casarse con la hija del rey de España.

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