La muerte de Prim

27 / 02 / 2006 0:00
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El propio Prim acusó del atentado a un sospechoso, mientras que su viuda señalaba a otros. El gran acusado, el republicano Pául, nunca reivindicó el magnicidio que trajo la República.

26/12/06
“En la calle del Turco
ya mataron a Prim
sentadito en su coche
con la Guardia Civil”
Romance de ciego
El romance de ciego falla en el último verso. Si Prim hubiese ido con la Guardia Civil quizá se hubiera abortado el atentado. Pero un malentendido con la escolta hizo que el famoso general, que había hecho burlas de la muerte en tantas batallas, se encontrase en efecto “sentadito en su coche”, solo e inerme ante los seis trabucos que le metieron por las ventanillas.
Con su asesinato se inició la trágica serie de jefes de gobierno español muertos en atentado terrorista. Han sido cinco en total, pero algo distingue el primero de los demás. Se sabe perfectamente quién mató a Cánovas, Canalejas, Dato y Carrero Blanco, pero nadie puede decir a ciencia cierta quién mató a Prim. La investigación judicial, que duró cuatro años, concluyó con un decepcionante: “Todavía no se sabe quiénes son los culpables”. Hipótesis hubo de las más variadas e incluso rocambolescas, elementos morbosos también: el propio Prim acusaba a unos, su esposa a otros; de las personas procesadas, tres serían asesinadas y otras 15 murieron por distintas causas durante la instrucción del sumario. El magnicidio de Prim fue un auténtico caso Kennedy a la española, y al final sólo quedó el estupor que refleja el romance popular:
Seis tiros le tiraron a boca de cañón
¿Quién sería el infame?
¿Quién sería el traidor?
Conspirador
Juan Prim y Prats, conde de Reus, era en el momento de morir el hombre más poderoso de España. Había empezado su vida pública como voluntario en las milicias liberales que combatían a los carlistas, y había ascendido por propios méritos de soldado raso a coronel. Esto le convirtió en una figura dentro del campo progresista, y se lanzó a la militancia política.
Militancia política no es que se presentara a las elecciones y fuese varias veces diputado. En la convulsa España del XIX quería decir conspiración, pronunciamiento, revolución. En la línea de tantos militares progresistas de su siglo, Prim fue un golpista nato, que conspiró contra Espartero, contra Narváez y contra O’Donnell, sin importarle el distinto signo político de los famosos espadones.
Pero a la vez desarrolló una importante carrera profesional militar, con relevancia incluso internacional. Fue observador en la Guerra de Crimea, gobernador de Puerto Rico y jefe de las tropas españolas que, junto a franceses e ingleses, intervinieron en México para hacerle pagar su deuda externa.
Pero sobre todo fue un triunfador de la Guerra de África, el conquistador de Tetuán, lo que le convirtió en un auténtico héroe nacional: “El gran batallador, de pie sobre los estribos árabes, rígido, trémulo, espantoso... comunicaba a todos los corazones el entusiasmo patriótico de su alma, el calor de su belicosa sangre”, escribiría el famoso escritor Pedro Antonio de Alarcón.
Su figura legendaria se agrandó en 1868, cuando procedente del exilio en Inglaterra desembarcó en Cádiz disfrazado de criado, sublevó a la escuadra y puso en marcha la Gloriosa, la Revolución de 1868 que derribó el trono de los Borbones y expulsó de España a Isabel II.
Tras esto se convirtió en el hacedor de reyes, el hombre que decidió quién era el candidato adecuado para ceñir la corona de España. Sin duda fue eso lo que provocó su asesinato.
Como presidente de gobierno y ministro de la Guerra, era el hombre fuerte del nuevo régimen, por encima del otro caudillo militar, el general Serrano, que había ocupado provisionalmente la Jefatura del Estado con el título de regente. Prim era progresista de toda la vida, pero no republicano. Quería que España fuese una monarquía constitucional, y así lo recogió la Constitución de 1869. Los partidarios de la República, que eran numerosos y habían contribuido activamente a la Gloriosa, se sintieron traicionados. Hubo varios levantamientos que Prim reprimió con su acostumbrada energía, y que le ganaron la enemiga de los antiguos aliados republicanos. También se opuso firmemente a candidaturas de pretendientes al trono que no le merecían confianza, sobre todo la del duque de Montpensier, hijo del destronado rey de Francia Luis Felipe de Orléans y casado con una hermana de Isabel II, personaje intrigante que le cobró gran inquina.
En resumen, el conde de Reus era muy popular, pero tenía muchos enemigos, y eran de armas tomar. La percepción de la amenaza a su vida era tal que, a instancias de su esposa, Prim comenzó a usar una arcaica protección, una cota de mallas debajo de la camisa. Al menos no moriría apuñalado en el Congreso, como Julio César.
El 27 de diciembre de 1870 estaba a punto de llegar a España el nuevo rey contratado por Prim, Amadeo de Saboya, que iba a desembarcar en Cartagena. Los Saboyas eran la dinastía más progresista de Europa, incluso estaban excomulgados por el Papa; Amadeo era una garantía de que el monarca respetaría la Constitución y el sistema liberal. Cuando esa tarde, ya obscuro, iba a abandonar las Cortes, un diputado republicano, adversario pero noble, le advirtió que tuviese cuidado. “Vuelva a casa por otro camino”, le aconsejó. Sin embargo había pocas alternativas para ir del Congreso a su domicilio. Prim vivía allí al lado, en el Ministerio de la Guerra, en la calle de Alcalá. En realidad sólo había dos itinerarios posibles, y el conde de Reus tenía acordada una clave con su escolta. Según saliese del hemiciclo con el bastón en la mano derecha o la izquierda, la escolta se desplegaba por uno u otro. Sin embargo, aquella tarde Prim hizo mal la seña. Quizá fuese porque cuando iba a salir se encontró con su Némesis.
Junto a la estufa del vestíbulo, quitándose el frío, se hallaba en efecto el diputado republicano José Pául y Angulo, antiguo camarada de conspiraciones de Prim, pero ahora enemigo irreconciliable. Pául era periodista y había llegado a escribir de Prim: “Hay que matarle como a un perro”.
El conde de Reus no pudo reprimir la tentación de chinchar un poco a quien le profesaba tal hostilidad. “¿Por qué no se viene con nosotros a Cartagena, a recibir al nuevo rey?”, le dijo zumbón.
“Mi general, a cada uno le llega su San Martín”, fue la premonitoria respuesta de Pául. El refrán dice en realidad “a cada cerdo le llega su San Martín”, aludiendo al tradicional día de la matanza.
La señal
En ese momento, otro diputado republicano que estaba con Pául, llamado Montesinos, salió precipitadamente. Se especula con que fue a dar la señal para el atentado, aunque luego se fantaseó mucho con “el semáforo fosfórico”, una cadena de conspiradores situados en las esquinas que por medio de encender cerillas avisó de que el coche de Prim se ponía en marcha.
El caso es que cuando la berlina del conde de Reus llegó a la calle del Turco (hoy Marqués de Cubas), bocacalle de Alcalá, encontró el camino atascado por otro carruaje. Hubo de frenar el cochero, y en ese momento alguien rompió el cristal de la ventanilla y metiendo la boca de un trabuco disparó a bocajarro contra Prim.
Los ayudantes que le acompañaban le advirtieron y logró protegerse la cabeza con los brazos. En ese momento se oyó una voz que gritaba enfadada: “¡Fuego, puñeta, fuego!”.
Y se desató un infierno de plomo, varios trabucos, al menos seis, dispararon por las dos ventanillas, acribillando al general.
El cochero azotó a los caballos, arroyó el obstáculo y en un momento llegó a la puerta del Ministerio de la Guerra, mientras los terroristas escapaban.
Pese a que había recibido más de doce impactos, según los agujeros de su gabán, e incluso presentaba las quemaduras propias de los disparos a quemarropa, el conde de Reus subió por su propio pie las escaleras de su casa. Aunque pareciese mentira no tenía ninguna lesión mortal, ¡la cota de malla le había salvado la vida! Presentaba cinco heridas en el hombro, el brazo y la mano. Sin embargo, toda la suerte que tuvo con los asesinos le faltó con los médicos.
Hubo pasividad, indecisión y rencillas profesionales entre los facultativos. Solamente al cuarto día del atentado vio a Prim un cirujano, el eminente doctor Sánchez Toca, quien lo hizo a regañadientes y cuya reacción fue crudísima: “Me traen ustedes un cadáver”. Esa misma tarde del 30 de diciembre falleció el conde de Reus, no a causa de las lesiones orgánicas, sino por una infección galopante.
Desde el primer momento el propio Prim señaló a su presunto asesino. “Aquella voz que ordenó disparar era sin duda la de Pául y Angulo”, les dijo a sus ayudantes. Pául pareció darle la razón, pues tras el atentado huyó a Francia, convirtiéndose así en culpable para la mayoría de las opiniones. Sin embargo, cuando Amadeo de Saboya, que llegó a Madrid el mismo día en que fallecía su valedor, le dijo a la viuda de éste: “Buscaré a los asesinos del general”, ella le respondió: “Pues no tendrá V.M. más que buscar a su alrededor”. Es obvio que la esposa de Prim no se refería a los republicanos. A quien apuntaba era al mismísimo general Serrano, el hombre que compartía el poder con Prim. Un tal José Ciprés le había dicho poco antes a Prim que el jefe de seguridad de Serrano, José María Pastor, había intentado contratarle como asesino a sueldo para acabar con él. Sin embargo el conde de Reus no le hizo ningún caso.
Otros señalaron al coronel Solís, ayudante de campo del duque de Montpensier, como quien repartió dinero para acabar con Prim. Según esta hipótesis, los pistoleros republicanos de Pául habrían sido los ejecutores materiales, pero la operación habría sido financiada por Montpensier.
Pául y Angulo, por su parte, teledirigía desde el exilio un periódico-libelo, significativamente llamado El Acusador, que incansablemente acusaba al duque de Montpensier y al general Serrano del asesinato de Prim. Quince años después del hecho, Pául publicó incluso un libro, Los asesinos del general Prim, manteniendo esa tesis. Pese a todos los indicios de que Pául fue el autor del crimen, hay algo que no cuadra. Los magnicidas siempre reivindican sus asesinatos políticos. Y en el caso de Pául debería haberlo hecho con mayor razón, puesto que la muerte de Prim supuso el triunfo de su causa, la republicana.
La desaparición del general Prim, en efecto, convirtió en inviable la solución dinástica de los Saboya. Amadeo no tenía más apoyo real –y era suficiente– que el del conde de Reus. Sin su sostén y guía, el bienintencionado Amadeo de Saboya duró solamente dos años. Al cabo de ese breve tiempo, abdicó y dio paso a la I República. En ese momento, lo lógico es que Pául hubiese reclamado el mérito de haber traído la República, pero siempre negó ser él quien gritó: “¡Fuego, puñeta, fuego!”.

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