La mejor boda de Felipe II

07 / 01 / 2015 Luis Reyes
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Roncesvalles, 3 de enero de 1560 · Isabel de Valois, casada por poderes  con Felipe II, llega a España.

Los Reyes Magos se portaron bien con Felipe II aquel año, le trajeron una esposa de 13 años, una niña muy bonita y lista, elegante y graciosa, Isabel de Valois. Es fama que cuando los novios se encontraron por primera vez, ella se quedó mirando fijamente a aquel varón de 33 años vestido sobriamente de negro, cuya presencia impresionaba a cualquiera, y él le dijo con sorna: “¿Qué miráis, si tengo canas?”.

La alta política en aquella época tenía dos métodos, la guerra y los matrimonios de Estado. Por muy cruel que pareciese inmolar el destino de jóvenes príncipes y princesas en bodas extravagantes, uniones que los harían infelices, era preferible su sacrificio a los horrores de la guerra. El enlace entre Felipe II e Isabel de Valois puede parecer, con nuestra corta visión actual, un delito contra la infancia. Además el Romanticismo se complació morbosamente en el inventado amor entre Isabel y el hijo del rey, don Carlos, que era de su edad y debería haber sido supuestamente su marido, lo que completaba la perversidad del asunto. En realidad era una boda por intereses como cualquier otra de la época, y desde luego se estableció aplazar la consumación del matrimonio hasta que Isabel tuviese 15 años. A los 15 años se era una mujer hecha y derecha, en una carta a Isabel Clara Eugenia, la hija mayor que tuvo con su esposa francesa, Felipe la felicitaría por sus “quince años, que es gran vejez tener ya tantos años”.

Cateau-Cambresis.

Isabel de Valois era hija del rey Enrique II de Francia, su destino era ser una pieza del ajedrez diplomático y se convirtió en una cláusula de la paz de Cateau-Cambresis, el tratado internacional más importante del siglo XVI, pues restableció la paz entre las dos grandes potencias de Europa, España y Francia, y diseñó una situación geopolítica que duraría casi un siglo.

Felipe II había doblegado al francés en la batalla de San Quintín en 1557, y Francia pidió árnica. Desde finales del siglo XV los dos países estaban en guerra intermitente, y nada mejor para salir de aquella situación –aparte de la renuncia francesa a sus pretensiones territoriales en Italia, Borgoña o los Países Bajos– que una unión dinástica. Se había contemplado anteriormente la boda entre Isabel y don Carlos, ambos todavía niños, pero en 1558 Felipe II se quedó viudo de su segunda esposa, la reina de Inglaterra María Tudor. La diplomacia española jugó con casar a Felipe con su cuñada, la nueva reina inglesa Isabel I, pero la unión España-Inglaterra preocupaba mucho a Francia, por lo que Enrique II puso sobre el tapete la boda de su joven hija con el rey Felipe.

Era difícil rechazar esa oferta por el rédito político que traía con ella, pero además, si introducimos en la diplomacia el factor humano, para Felipe II significaba una liberación. Su matrimonio con María Tudor no había sido muy placentero, pese a que ella estaba enamoradísima de él, pero la pobre María era mucho mayor que Felipe, desdentada y medio calva, y no pudo quedarse embarazada. Sustituir a María por su hermana Isabel significaba más de lo mismo, era una mujer sin ningún atractivo físico y encima una neurótica con muy mal carácter, que sería incapaz de casarse y llevar lo que se consideraba una vida normal para un soberano.

La princesita francesa, en cambio, era encantadora, y se iba a convertir en un auténtico amor para el maduro Felipe II. La boda tuvo lugar en Nôtre Dame de Paris en junio de 1559, y fue por poderes. Felipe II no estaba lejos, se hallaba en Bruselas, pero no quiso acudir en persona y mandó como apoderado a su más temible general, el duque de Alba, que entró en París pisando fuerte, con “un traje de brocado de oro combinado con colores de fuego, amarillo y negro, cuajado de pedrería, luciendo en su cabeza una corona”, y seguido de un cortejo de caballeros españoles que marchaban al estilo militar, de cuatro en fondo, como si fueran conquistadores. El protocolo se utilizaba para establecer quién era
 el más fuerte...

Tras la ceremonia religiosa se realizó la consumación simbólica del matrimonio. Fueron a la habitación de Isabel y “en presencia de todos”, como señalan las crónicas, Alba puso un brazo y una pierna sobre el lecho nupcial, tomando así “posesión de tálamo” en nombre de su mandante, Felipe II. Siguieron unas fiestas fastuosas que terminaron de la más horrible manera. Ocho días después de la boda, cuando Enrique II participaba en un torneo, una lanza se le clavó en el ojo y le causó la muerte tras 10 días de espantoso sufrimiento (ver artículo).

Boda y tragedia.

La conmoción de la corte francesa influiría sin duda en el retraso con que la novia partió para España, lo que no fue hasta noviembre, y como se viajaba despacio no entró en territorio español hasta el 3 de enero de 1560. Era el peor momento,  en Roncesvalles encontró ventisca y nieve que la tuvieron atascada una jornada. Felipe II había enviado a recibirla a un Grande de España, el duque del Infantado, y al cardenal Mendoza, arzobispo de Toledo, que acudieron para la protocolaria ceremonia de “entrega de la novia” al monasterio de Roncesvalles, donde tuvo lugar. Por parte francesa acompañaban a Isabel el duque de Vendome y su hermano el cardenal de Borbón.

Los problemas de precedencia estuvieron a punto de estropear la ceremonia, porque Vendome, que también era rey consorte de Navarra (de la Navarra francesa), pretendía ser el primero por su rango real, pero los españoles no estaban dispuestos a cederle el paso, y finalmente el francés se quedó sin asistir a la entrega, pero después “hubo bien que cenar y muy buenos vinos y muy buen entretenimiento de música y conversación a la española y a la francesa y pareció que quedaron todos muy contentos de unos y otros”, según las crónicas. Dos días después llegaron a Pamplona, donde Isabel tuvo la primera bienvenida a su nuevo país. Los navarros habían echado el resto en el festejo, y “al entrar doña Isabel en la ciudad, apareció sobre su cabeza una estrella, que por un sutil artificio la fue guiando durante toda la carrera”, cuenta el clásico historiador González de Amezúa.

La encantadora princesita francesa despertó el entusiasmo de los españoles desde el primer momento, en Pamplona hicieron tres días de festejos con corridas de toros. En Tudela la recibieron a la romana, con una naumaquia en el río Ebro. En Guadalajara, donde la esperaba el rey, fue ya el delirio: montaron un bosque artificial y tres arcos de triunfo, y el cabildo la esperaba a las puertas de la ciudad con un palio de brocado de 18 varas, para llevarla en procesión hasta el palacio del duque del Infantado.

Allí la esperaba el rey, que la atisbó escondido tras unas cortinas, pues la etiqueta exigía que los novios no se viesen antes de la ceremonia nupcial que refrendaría el matrimonio por poderes, y dicen que Felipe II se enamoró instantánea y perdidamente de la que sería su tercera esposa, pero la primera que le dio felicidad. La boda se celebró en el salón de linajes del palacio del Infantado, y al día siguiente los recién casados salieron a la calle a que los contemplase el pueblo. Felipe II iba tan eufórico que al pasar ante la cárcel ordenó liberar a todos los presos. Las fiestas duraron muchos días, había comida gratis para toda la población, y fuentes de donde manaba el vino.

Los entusiasmos se repitieron hasta Toledo, donde estaba la corte, pues todavía no había establecido Felipe II la corte fija en Madrid. Parece que fue precisamente Isabel de Valois, a quien le agradó esta villa, quien influyó sobre el rey para que tomase esta decisión. Por desgracia ese romance solo duraría ocho años. Tras darle a Felipe II dos hijas que serían sus favoritas, Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, en su obligada búsqueda del heredero varón, Isabel de Valois murió por un mal parto en el que también se perdió el niño. Tenía 23 años y dejó destrozado a Felipe II.

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