La humillación de Canosa

31 / 01 / 2017 Luis Reyes
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Castillo de Canosa, 28 de enero de 1077. Enrique IV acude descalzo y con sayal a pedir perdón al Papa Gregorio VII.

“Enrique, rey por la disposición piadosa de Dios, a Hildebrando, ya no Papa sino falso monje”, así comienza la demoledora misiva de Enrique IV al papa Gregorio VII ordenándole abandonar la Santa Sede. El final es un crescendo: “Yo, Enrique, Rey por la gracia de Dios, te increpo: ¡Abajo, abajo para ser condenado por toda la eternidad!”. Unos días antes Gregorio VII había excomulgado al emperador, incitando a sus súbditos a la rebelión.

Así estaban las cosas en la cristiandad a principios de 1076, aunque el conflicto entre imperio y papado era ya muy antiguo. Fue en realidad una letal partida de ajedrez que se mantuvo no por siglos, sino por milenios. El germen estuvo en la desaparición del Imperio Romano de Occidente en el siglo V, y su última eclosión fue en siglo XX, cuando el emperador de Austria ejerció el veto en el cónclave que había elegido al cardenal Rampolla, y le impidió ser Papa.

Rómulo Augústulo, último emperador de Roma, fue destronado por un reyezuelo bárbaro, lo que dejó al emperador bizantino de Constantinopla como único titular de la dignidad imperial, heredero de Roma. Pero si en Roma ya no había emperador, quedaba su obispo, sucesor de San Pedro y cabeza de la Iglesia. El Papa romano se creyó también soberano heredero de Roma, y no aceptó someterse al emperador de Oriente, lo que provocaría choque tras choque entre poder temporal y espiritual.

En la Navidad del año 800 el papa León III hizo una gran jugada, coronó emperador a Carlomagno, rey de los francos. Carlomagno era el monarca más poderoso de Occidente, dominaba la mayor parte de Europa. Dándole semejante honor al franco, el papado lograba un soberbio aliado y, además, cubría el vacío dejado en 476 por Rómulo Augústulo y cortaba las aspiraciones del emperador de Oriente. El nuevo imperio se llamó Sacro Imperio Romano-Germánico.

Sin embargo la jugada de León III resultaría nefasta con el paso del tiempo, pues no hizo sino traer más cerca al rival del Papa, ya que los descendientes de Carlomagno mostrarían las mismas pretensiones de manejar a la Iglesia que los emperadores de Oriente.

La Iglesia disponía de grandes cabezas para armar una doctrina que defendiera su posición. San Agustín y el papa Gelasio desarrollaron la teoría de las Dos Espadas, en la que tanto el emperador como el Papa recibían sus “espadas” directamente de Dios, aunque eran de distinta naturaleza. El emperador tenía la potestas, el poder temporal sobre sus súbditos, que estaban obligados por la religión a obedecerlo. Pero el Papa tenía la auctoritas, que era un poder superior, espiritual, sobre todos los cristianos, incluido el emperador. Si este podía emplear una auténtica espada contra quien se rebelase, el Papa disponía de una espada intangible pero aún más terrible, porque sus heridas no causaban la muerte, sino la condenación al infierno por toda la eternidad. Era el anatema, la excomunión. Con esa espada el Pontífice de Roma podía alcanzar al monarca por muchos ejércitos y castillos que le protegiesen. Lo podía mandar al infierno, y no solo eso, sino que le podía causar grandes perjuicios políticos, porque al excomulgar al emperador liberaba a sus súbditos del deber de obedecerle, es decir, fomentaba las rebeliones. Pero la espada material del emperador también podía alcanzar al Papa en la práctica, podía destronarlo, encarcelarlo, matarlo o echarlo de Roma, como sucedería varias veces en la Historia.

 

Dos Espadas

En el año de 1073 fue elegido Papa un monje benedictino de modesto origen llamado Hildebrando, que adoptaría el nombre de Gregorio VII. En Alemania reinaba como rey de Romanos (paso previo a la coronación imperial) Enrique IV, joven de 23 años que gobernaba desde los 15. Ambos eran de carácter fuerte y espíritu combativo, y ambos estaban empeñados en reforzar su respectiva autoridad. Si Gregorio creía en la doctrina de las Dos Espadas, Enrique seguía la que consideraba al emperador Rex et Sacerdos por gracia divina, auténtica cabeza de la Iglesia por encima del Papa. El choque de trenes era inevitable.

La causa concreta del conflicto fue la llamada “querella de las investiduras”. El emperador pretendía tener derecho a nombrar obispos, incluido el de Roma, el Papa, algo que este no podía tolerar. Enrique IV abusó de esa prerrogativa, los problemas internos de Alemania le llevaron a buscar apoyos y dineros mediante el reparto de numerosos obispados. Roma consideró que eso constituía pecado de simonía (venta de cosas espirituales) y prohibió su práctica, pero Enrique no obedeció.

Gregorio VII desenvainó entonces su espada y lanzó el anatema: “En el nombre de Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, privo al rey Enrique del gobierno de todo el reino de Alemania e Italia, libro a todos los cristianos del juramento de fidelidad que le han dado y prohíbo a todos que le sirvan como rey”. La respuesta de Enrique fue la bravata de la carta del principio, pero la excomunión le hizo mucho daño. Hacía tiempo que los príncipes alemanes querían librarse del poder del emperador y ahora tenían legitimidad para hacerlo, según el anatema.

Pese a su juventud Enrique era todo un político, comprendió que para enfrentarse con el Papa tenía antes que sofocar la rebelión alemana, que no podía con dos enemigos a la vez, y trazó una estrategia para reconciliarse con Gregorio VII. Concertaron la entrevista en territorio favorable al Papa, el inexpugnable castillo de Canosa, y aparentando humildad y arrepentimiento –cosas que en realidad no tenía– Enrique acudió vestido con sayal de penitente y andando descalzo sobre la nieve. El Papa lo tuvo tres días y tres noches esperando a la intemperie, lo que se conoce como “la humillación de Canosa”.

El Papa perdonó a Enrique y levantó la excomunión con condiciones que nunca cumpliría, por lo que volvió a excomulgarlo. Pero el emperador había ganado tiempo para sofocar la rebelión en Alemania, y en 1080 convocó un sínodo que depuso a Gregorio VII, nombrando otro Papa, Clemente III, y cruzó los Alpes al frente de un ejército. Era el momento de que el Papa sintiera el filo de la espada temporal. Enrique avanzó hacia Roma y Gregorio VII tuvo que huir de la Santa Sede. El Papa batallador moriría en el exilio, mientras que Enrique IV entró triunfal en Roma en 1084, y fue coronado emperador por Clemente III, el Papa de su hechura.

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