La burguesía se adueña de Viena

06 / 05 / 2011 0:00 Luis Reyes
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VIENA, 1 DE MAYO DE 1865 • El emperador Francisco José inaugura la Ringstrasse, la avenida monumental símbolo del poderío burgués.

Desde el incendio de Roma en tiempos de Nerón, ninguna capital había tenido una ocasión tan propicia para renovar su urbanismo... y para la especulación inmobiliaria. La antigua Roma se había librado de sus casuchas por la incontrolable acción del fuego, fuese el incendio casual o provocado, lo que nunca se sabrá. En la Viena imperial, sin embargo, fue la piqueta manejada por el hombre quien arrasó el símbolo de lo viejo, la muralla de trazado medieval, trayendo la ciudad a la Edad Contemporánea.

La pervivencia de las murallas vienesas hasta pasada la mitad del siglo XIX era un anacronismo dictado por la Historia. En 1683 Viena había sido sitiada en el último coletazo del Imperio Otomano, y la capital de los Habsburgos se había librado del espanto que provocaban los crueles turcos gracias a una muralla trazada en el siglo XIII, lo que provocó una adhesión enfermiza al antiguo sistema defensivo. La traumática experiencia aconsejó a los emperadores mantener no solo los muros, sino un amplio glacis, una franja de terreno de medio kilómetro de ancha por la parte exterior de la muralla, en la que no se podía edificar, ni plantar árboles, ni cultivar. Era un espacio yermo, para que los atacantes no encontraran nada que les protegiese del fuego de los defensores.

Pero en el siglo XIX esa parafernalia era ya inútil. En 1809 Napoleón necesitó solamente unas pocas horas de cañoneo para que Viena se rindiese y abriera las puertas de sus inútiles murallas.

Renovarse o morir.

Luego, el poder imperial vería que el peligro estaba en el interior, era el liberalismo que arremetía por todas partes contra las monarquías absolutas. En 1848 estalló la Revolución; los estudiantes asaltaron el Hofburg (el palacio imperial), humillaron a la corona y echaron al odiado canciller Metternich, figura emblemática del Antiguo Régimen.

Para recuperarse de aquel colapso, la dinastía Habsburgo asumió una renovación. El emperador Fernando I, que era un débil mental, abdicó y, rompiendo las reglas dinásticas, fue proclamado nuevo emperador su sobrino Francisco José, un prometedor joven de 18 años concienzudamente preparado para reinar guapo, sano, inteligente y trabajador.

Antes de cumplir una década en el trono –casi nada en su carrera, pues reinó 70 años- Francisco José firmó el decreto Es ist Mein Wille (Es mi voluntad), que ordenaba derribar la muralla y recuperar el amplio glacis como zona urbana, convocando un concurso de proyectos.

Viena no fue la única capital europea que en el siglo XIX se planteó una reforma urbana radical, incluso brutal. Por esas fechas Haussman metía la piqueta sin misericordia en París, destruyendo su tejido urbano medieval para crear amplias avenidas y bulevares que se consideran modélicos. Pero en ninguna ciudad existía una superficie tan amplia y compacta como el glacis de Viena, que rodeaba el centro histórico pero no constituía las afueras, porque más allá de él ya habían surgido nuevos barrios. Eran millones de metros cuadrados en una zona céntrica, y encima estaban despejados, no había gasto en expropiaciones o grandes obras de demolición. Una bicoca para los inversores.

La oportunidad de hacer grandes negocios inmobiliarios para la burguesía coincidía con el ascenso político de esta clase, que obligó al emperador a aceptar una Constitución parlamentaria y permitió la llegada de los liberales al Gobierno. Una nueva élite dirigente tomaba el relevo de la rancia aristocracia, y decidió convertir la nueva gran avenida que surgió sobre el glacis, la Ringstrasse (la calle circular), popularmente llamada el Ring en el escaparate de su triunfo.

A lo largo del Ring fueron surgiendo edificios monumentales, capaces de rivalizar en aparatosidad con el Hofburg del emperador, todos ellos símbolos del poderío burgués. Frente por frente del palacio imperial se levantó el más emblemático, el Parlamento, la sede del poder parlamentario, que se había impuesto al absolutismo. Significativamente se eligió un estilo neoclásico, homenaje y referencia a la democracia ateniense, con un gran pórtico corintio y la emblemática estatua de Atenea.

La fortaleza de las libertades cívicas sería el enorme Ayuntamiento, en estilo neogótico como recuerdo a las antiguas libertades de las ciudades medievales, cuyo aire hacía libres, antes de que la centralización del poder en manos del rey diese paso al absolutismo. Y para la universidad, cuyos estudiantes habían protagonizado la Revolución de 1848, se levantó un templo del saber en estilo neorrenacentista, como no podía ser de otra forma.

Se construyeron sin embargo otros edificios monumentales que no evocaban de forma tan directa el enfrentamiento burgués con el Antiguo Régimen, aunque fuesen de forma más sutil reconocimientos al poder de la burguesía. La Ópera lucía el nombre de k. k. Hofoperntheater, Teatro de la Ópera de la Corte Imperial y Real, mientras que el gran Teatro dramático era de estilo neobarroco, el propio de la monarquía absoluta. En realidad eran los espacios de encuentro donde los burgueses se podían arrimar a la vieja nobleza cortesana, donde los nuevos ricos se sentían aristócratas, que es siempre la máxima ilusión de la burguesía.

Palacios de renta.

En cuanto al Kuntshistorisches Museum, uno de los hitos del Ring, se podía interpretar en un doble sentido. Este fabuloso museo, que con el Prado y los Uffici de Florencia forma la división de honor de los museos mundiales, recogía en un soberbio marco las colecciones de arte imperiales, por lo que resultaba un homenaje al gusto y el mecenazgo de los Habsburgos. Pero también suponía un gesto democrático del emperador, que en vez de conservar sus tesoros artísticos para el disfrute exclusivo de la realeza y los cortesanos, los abría al público.

No solo había obras monumentales en el Ring, la gran calle de Viena era también un sitio para vivir, y sus viviendas eran tan emblemáticas de la revolución burguesa como los edificios públicos. No hay más que ver la palabra que inventaron para las mansiones del Ring: Mietpalast, palacio de renta. En este nombre compuesto se encuentran las dos características de la clase que lo habitaba, su aspiración a ennoblecerse y vivir como los aristócratas, en un palacio, y el sentido práctico que le permitía obtener ganancias de su propio lujo. Porque en el Mietpalast el afortunado propietario vivía en el piso principal, una mansión moderna y ostentosa, pero en el piso bajo, a nivel de la calle, tenía su tienda o negocio abierto al público en la mejor zona de Viena, mientras que en los pisos superiores tenía apartamentos en alquiler que le daban saneadas rentas.

No es extraño que a principios del siglo XX, cuando por fin el Ring estuvo completo con todos sus edificios, un joven recién llegado para estudiar Arte dijera: “Todo el bulevar me atraía como un encantamiento salido de Las mil y una noches”. El recién llegado, aún sin malear, se llamaba por cierto Adolf Hitler.

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