La ambición del pintor

11 / 06 / 2013 10:51 Luis Reyes
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Madrid, 12 de junio de 1658 · Felipe IV nombra a Velázquez caballero de Santiago, pero falta un largo proceso para que la Orden lo admita.

El testigo aseguró que “ni en todo el tiempo que le había conocido, ni antes, había oído decir que haya sido pintor por oficio”, y para reforzar su negación juró in verbo sacerdotis (con palabra de sacerdote), pues era eclesiástico. Además era una autoridad artística, el pintor y escultor Alonso Cano.

Sin embargo mentía de forma descarada, pues se refería nada menos que a Velázquez, el más famoso pintor del reino. Y el embuste no era algo aislado, formaba parte de una gran operación de reconstrucción ficticia de la realidad, de una auténtica conjura en la que estaban implicados desde el rey de España hasta el Papa de Roma. ¿Su objetivo? Que Velázquez pudiera lucir la roja cruz de Santiago en el pecho, como hace en las Meninas.

Diego Velázquez nació en Sevilla en 1599. Su padre, Juan Rodríguez de Silva, hidalgo de origen portugués, era notario eclesiástico y vivía muy modestamente. Su madre, Jerónima Velázquez, era plebeya, hija de un calcetero, sin embargo Velázquez preferiría usar el apellido materno, al que haría mundialmente famoso. Dadas las ínfulas de nobleza de Velázquez, resulta una paradoja que optase por el apellido del abuelo calcetero.

A los 10 años Diego entró de aprendiz del pintor Francisco Herrera el Viejo y un año después pasó al taller de Francisco Pacheco. No hay duda alguna del régimen en que fue admitido, era el común de todos los aprendices de oficios, según refleja el contrato de aprendizaje. Mucho antes de coger un pincel el muchacho trabajaría en todas las labores mecánicas que exigía la industria de la pintura.

El taller de Pacheco sería no obstante el lugar idóneo para las ambiciones del joven Diego, pues el maestro no solamente era pintor acreditado, sino un conocido poeta, historiador y tratadista, que mantenía en su casa la tertulia intelectual más famosa de Sevilla, por la que pasaron desde Cervantes a Lope de Vega. Pacheco tenía relaciones y conocimientos en todas las esferas, incluida la Corte.

Acceso a la Corte.

A los 17 años se concedió a Diego licencia para ejercer como “maestro de imaginería y al óleo”, o sea, pintor profesional. Su forma de pintar era absolutamente novedosa en Sevilla, a lo Caravaggio, componiendo temas insólitos con viejas, mendigos y pillos; incluso los temas religiosos los trataba con un naturalismo revolucionario... y excelso. Aunque era todo lo opuesto al arte de Pacheco, este reconoció el genio de su discípulo, no se puso celoso y procuró que tuviese un camino de rosas.

Fueron los amigos de Pacheco en la Corte quienes le abrieron la puerta del Alcázar Real. En 1623 llevaron un retrato de Velázquez a Felipe IV, y le gustó tanto que lo nombró su retratista. Fue una carrera meteórica, un éxito tan fácil como era el propio arte de pintar de Velázquez, en quien fluía el genio sin esfuerzo, pintando como quien respira no ya obras maestras, sino un arte que avanzaba dos siglos hacia el futuro.

Pero el alma humana es incomprensible. El mejor pintor de la Historia, si algo así puede afirmarse de alguien, no tenía en mucho aprecio lo que hacía. No le embargaba la pasión estética, no vivía para su arte, en realidad no le gustaba ser pintor, prefería ser cortesano y ambicionaba ser noble. Utilizaba la pintura como un medio para ascender socialmente de la forma más eficaz que había en la época: estando cerca del Rey.

La cercanía física al monarca, en el Antiguo Régimen, era un bien tangible, por el que se llegaba a matar literalmente. Velázquez tuvo una enorme suerte porque Felipe IV resultó ser entendido en pintura y acudía casi a diario al estudio de Velázquez, situado en el mismo Alcázar Real, para ver cómo manejaba los pinceles. Cada minuto que Felipe IV pasaba allí valía oro: el soberano se encontraba libre de la rigidez protocolaria de las funciones oficiales y es obvio que entre él y su pintor surgió, a lo largo de 37 años de trato continuo lo más parecido a una amistad que pudiera haber entre rey y súbdito.

Velázquez aprovechaba esta relación para medrar, como hacían todos los que frecuentaban la Corte. Consiguió convertirse en cortesano, ocupando distintos oficios en la Casa del Rey, actividad socialmente muy considerada. Fue sucesivamente ujier de cámara, ayuda de guardarropa, ayuda de cámara y, por fin, ocupó el muy importante cargo de aposentador de Palacio. Pero su anhelo era acceder a la nobleza y Felipe IV decidió satisfacerlo. Podría haberle dado un título de conde o marqués, pero en España eso sabía a poco. El grandísimo número de hidalgos, pobres en su mayoría, despreciaban a los nuevos nobles. La única nobleza auténtica era la que acreditaba limpieza de sangre e hidalguía de estirpe por los cuatro costados, y el certificado de ella era el ingreso en una de las órdenes militares. Velázquez le pidió al Rey ser caballero de Santiago.

Felipe IV dictó un real decreto el 12 de junio de 1658 otorgando el hábito de Santiago a su pintor, pero lo especial de esta condición es que no bastaba la voluntad del Rey para ser admitido en una orden militar. Era el Consejo de Órdenes quien decidía si un candidato era o no era idóneo para lucir en el pecho la cruz de Calatrava, Santiago, Montesa o Alcántara. Y el procedimiento era largo y minucioso.

El Consejo designó a dos informantes, Fernando de Sanzedo y Diego Lozano Villaseñor, para instruir el expediente. Se investigaba en varias líneas: la genealogía del candidato para comprobar que era hidalgo por sus cuatro abuelos, los expedientes eclesiásticos e inquisitoriales para asegurarse de que no tenía mácula de judío, moro o converso, es decir, que era cristiano viejo. Pero ni siquiera bastaba la limpieza de sangre, era preciso acreditar que ni él ni sus antepasados habían trabajado más que en las profesiones que se consideraban compatibles con la hidalguía: la milicia, el servicio al Rey o a la Iglesia. Concretamente el estatuto de la Orden de Santiago excluía a quien hubiese ejercido “oficios viles o mecánicos, como son platero o pintor”.

Esto último, a la luz del sentido común, debía hacer imposible la admisión de Velázquez, pues su condición de pintor resultaba tan evidente como que el sol sale todos los días. No obstante los informantes siguieron el procedimiento habitual y comenzaron a recorrer España para recabar testimonios. La hidalguía portuguesa del padre de Velázquez no se podía investigar, porque España estaba en guerra con Portugal, pero los investigadores viajaron a Galicia, donde interrogaron a 35 testigos.

Luego atravesaron la península hasta Sevilla, centro artístico del país y lugar donde Velázquez había comenzado a practicar su “oficio mecánico”. Allí los artistas más reputados de España prestaron declaraciones como la que hemos citado al principio de Alonso Cano, negando que hubiera sido “pintor por oficio” y explicando que “solo lo ha ejercitado por gusto, lujo, obediencia a Su Majestad, para adorno de su Real Palacio, donde tiene oficios honrosos, como son los de aposentador mayor y ayuda de cámara”.

Se elaboraba así una realidad acomodada a las aspiraciones de Velázquez, según la cual este era pintor, sí, pero no por oficio sino por afición, por la que no cobraba dinero. Otras estrellas del firmamento artístico sevillano apoyaron esta versión, como Zurbarán o Carreño de Miranda, quien concretaba que “Velázquez no vendía sus cuadros, pues le consta que, instado por el cardenal Borja [...] a que hiciese su retrato [...] no quiso tomar ninguna cantidad por él, enviándole el cardenal en recompensa un peinador muy rico y algunas alhajas de plata”. Y la Casa del Rey argumentaba que Velázquez no cobraba sueldo como pintor del Rey, sino por sus cargos en la Corte.

Los informantes interrogaron en total a 148 testigos, la inmensa mayoría de los cuales apoyó la elaboración de la realidad que convenía a Velázquez, sin embargo el Consejo no se dejó engañar y rechazó su admisión en la Orden de Santiago.

Al Rey solamente le quedaba un arma por usar: pedir de favor la intervención del Papa. Le escribió haciéndolo y Alejandro VII promulgó una bula que dispensaba a Velázquez de presentar carta ejecutoria de hidalguía para ingresar en la Orden. Ante la presión papal el Consejo cedió finalmente, dio el visto bueno y el Rey pudo firmar la real cédula nombrando caballero de Santiago a Velázquez.

Nunca mejor dicho, para atender el empeño de su pintor, Felipe IV tuvo que remover Roma con Santiago.

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