Ike en la Casa Blanca

24 / 01 / 2017 Luis Reyes
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Washington, 20 de enero de 1953. El general Eisenhower jura la presidencia de Estados Unidos.

Eisenhower jura entre el vicepresidente Nixon (derecha) y el presidente saliente Truman (extremo izquierda)

Que un general se convierta en jefe del Estado es cosa corriente en la Historia. Napoleón, Franco o Washington son tres ejemplos que además representan las tres vías hacia el poder político de un militar: golpe de Estado, guerra civil o elección democrática. Muchísimo más raro es que un general se convierta en rector de una universidad de prestigio, pero eso es lo que le pasó a Dwight D. Eisenhower cuando se retiró del Ejército en 1948. Ike, el vencedor de la Segunda Guerra Mundial se convirtió en cabeza de la Universidad de Columbia, la más importante de Nueva York. No dejaría el cargo cuando Truman le designó para mandar la recién creada OTAN, ni siquiera cuando emprendió la campaña para la elección presidencial de 1952, que ganó. Solamente cuando asumió la presidencia en 1953 renunció a su alto cargo académico.

El contraste de este tránsito con el que se produce en estos momentos, cuando desde la Trump Tower de la Quinta Avenida llega a la Casa Blanca un esperpento con el que no podían contar ni en sus peores pesadillas los Padres Fundadores de Estados Unidos, es demoledor. Obviamente lo que hacía de Eisenhower un gran hombre, respetado y admirado no solo por toda Norteamérica, sino por el mundo entero, no era su carrera académica en Columbia –en realidad delegó en un rector en funciones la mayor parte de su mandato– sino su carrera militar. Cuando Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial Ike era un oficial de Estado Mayor que nunca había visto una batalla, recién ascendido a general de brigada. Antes de un año tenía a sus órdenes millones de hombres, incluido el Ejército británico.

Los valores para esta meteórica carrera residían en una doble capacidad. Por una parte era un inspirado estratega, un estudioso de la guerra que incluso había previsto y se había preparado para un conflicto tan revolucionario de la ciencia militar como la Segunda Guerra Mundial. Pero además Eisenhower era un político nato, tenía la virtud de la conciliación, sabía que la política era el arte de ceder –lo mínimo– y negociar –lo máximo–. Por eso el general Marshall, jefe del Ejército norteamericano, lo designó para comandante supremo en Europa, saltándose 366 puestos en el escalafón militar. Los méritos de guerra de Ike fueron tanto organizar perfectamente el Día D (la invasión de Europa), como ser capaz de entenderse bien con una personalidad tan fuerte y soberbia como la de Churchill, o controlar a dos caballos desbocados como el mariscal Montgomery y el general Patton, las grandes estrellas del campo de batalla.

La imagen tópica del general Eisenhower durante la guerra le muestra sonriente, con cara bonachona y una calvicie precoz que le hacía parecer mayor de lo que era, contribuyendo al aspecto de abuelito amable, pero era capaz de tener mano firme bajo su guante de seda. A Churchill no le consintió presenciar el desembarco de Normandía desde un barco de guerra, que era su mayor ilusión; a De Gaulle ni siquiera le avisó de la invasión; y a Patton le dio el mando de un falso ejército de tanques de cartón para engañar a los alemanes, lo utilizó de marioneta en vez de jefe del Día D, provocándole casi una apoplejía.

Mucho antes de terminar la guerra, desde 1943, Eisenhower ya tenía pretendientes que le querían fichar para la presidencia a ambos lados del espectro político. En 1951 el propio presidente Truman, demócrata, le ofreció ser su sucesor, pero finalmente sería el gobernador Dewey de Nueva York, del sector republicano más liberal, quien le convenciese. Tuvo una seria oposición de los conservadores del partido, que respaldaron a otro candidato y le presentaron una dura batalla en la convención republicana. Pero la popularidad de Eisenhower era enorme, y en las elecciones de noviembre de 1952 sacó 34 millones de votos frente a los 27 del demócrata Adlai Stevenson. Cuatro años después aumentaría los apoyos en millón y medio de votos.

Como no era político, y además su carácter era muy discreto, la presidencia de Eisenhower fue muy diferente de las de Roosevelt y Truman –animal político el uno, aparatchik de partido el otro–, que ejercían directamente el poder ejecutivo de forma casi arrolladora. Eisenhower prefería delegar la administración en ministros y consejeros, y sus oponentes difundieron para desprestigiarlo la imagen de un anciano que juega al golf y no se entera de nada. “Decían que era idiota; en las ruedas de prensa su sintaxis era horrible, empezaba frases y no las terminaba. Era verdaderamente tonto; lo único que había hecho era ganar la Segunda Guerra Mundial”, recuerda con sarcasmo el escritor Tom Wolfe.

Pero lo cierto es que durante su presidencia se hicieron cosas importantes. Había prometido en su campaña que terminaría la guerra de Corea y, como estaba tocado por una varita mágica, a los dos meses de llegar Ike a la presidencia se murió Stalin y se firmó un armisticio en Corea. Eisenhower se entendió con Khruschev, al que invitaría a la finca de Camp David, y aunque la Guerra Fría siguió muchos años, se establecieron relaciones menos tensas. Dentro de Estados Unidos hizo algo tan importante para la vida de la gente como la red de autopistas que sigue en vigor, aunque también fue el visionario que fundó la NASA e inició la carrera a la Luna.

Paracaidistas

Pero su mayor contribución a la Historia de Estados Unidos fue en el campo de las relaciones raciales. Empezó por anular la normativa que obligaba a los negros a ceder los asientos del autobús a los blancos, y cuando el gobernador de Arkansas desobedeció la sentencia del Tribunal Supremo que admitía a los negros en los centros de enseñanza blancos, mostró otra vez que tenía puño de hierro. Recurrió a sus mejores soldados en la guerra mundial, los paracaidistas de la 101 Aerotransportada, las Águilas Aulladoras, la vanguardia del Día D, aquellos con los que había pasado la víspera del desembarco de Normandía, por los que había derramado lágrimas cuando le dijeron que tendrían un 80% de bajas, y los envió contra el gobernador de Arkansas como los había enviado contra Hitler.

La flor y nata del Ejército de EEUU escoltó a los nueve estudiantes negros que querían ir a clase en el instituto de Little Rock, bajo el mando del comandante en jefe Dwight D. Eisenhower.

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