"Ich bin ein berliner”

04 / 07 / 2011 13:29 Luis Reyes
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Berlín, 27 de junio de 1963 · Kennedy pronuncia el más famoso discurso de la Guerra Fría, en el que proclama en alemán: “Yo soy un berlinés”.

Ante el Muro. Detrás de Kennedy se distingue el cartelón puesto por los comunistas

La frase más famosa de John F. Kennedy la dijo en alemán y encima era, créase o no, una improvisación: “Ich bin ein Berliner”, yo soy un berlinés. La expresó además dos veces, en un discurso que se considera emblemático de la Guerra Fría, pronunciado desde el balcón del Ayuntamiento de Berlín.

A principios de los 60 la confrontación entre Este y Oeste se hallaba en carne viva. La presidencia de Eisenhower se había despedido con el incidente del U-2, un avión-espía derribado sobre territorio soviético cuyo piloto fue capturado por los rusos. Kennedy se estrenó con el fracasado intento de invasión de Cuba, y luego, en agosto del 61, los comunistas levantaron el Muro de Berlín. Por fin, en octubre de 1962, la Guerra Fría había estado a punto de convertirse en caliente por la llamada Crisis de los misiles de Cuba. Kennedy y Khruschev habían sido capaces, no obstante, de contenerse y encontrar una salida pacífica al enfrentamiento. Ambos representaban, cada uno en su estilo, un aire de renovación y frescura en la Casa Blanca y el Kremlin, pero las espadas seguían en alto.

Kennedy tenía fama de progresista –lo que posiblemente fue lo que le costó la vida- pero no quería parecer blando frente al comunismo ante la opinión pública americana. Por eso decidió visitar Berlín, un lugar simbólico de la confrontación Este-Oeste, en una fecha igualmente simbólica, el 15 aniversario del bloqueo de Berlín (véase Historias de la Historia, “La primera batalla de la Guerra Fría”,  en el número 1.366 de Tiempo).

En junio de 1948 comenzó oficialmente la Guerra Fría, cuando los rusos bloquearon por tierra las vías de aprovisionamiento de Berlín Occidental, dejando aislados no solo a sus habitantes, sino también a las fuerzas de los tres ocupantes occidentales, Estados Unidos, Inglaterra y Francia. La respuesta occidental (estadounidense en realidad, pues solo ellos podían responder al reto) fue contundente. Se estableció un puente aéreo que ha pasado a la Historia: duró 327 días, en los que 277.500 vuelos transportaron más de 2.300.000 toneladas de mercancías, a una media de 850 vuelos diarios. Al final Stalin tiró la toalla y se restableció el tráfico terrestre.

Fue la primera batalla de la Guerra Fría y la ganó claramente EEUU. Por eso Berlín era un buen escenario para el presidente americano, especialmente en un momento en que el comunismo había establecido otra clase de bloqueo, el Muro.

Problemas de protocolo.

Kennedy enmarcó la parada en Berlín, solamente unas horas, dentro de un viaje oficial a Alemania Federal, lo que daría lugar a cierto conflicto entre los políticos alemanes. Ningún presidente americano había ido a Berlín desde que Truman acudiese a la Conferencia de Postdam, en 1945, y la antigua capital alemana, aparte de las connotaciones políticas conflictivas, era una auténtica trampa para los responsables de protocolo, con la parte occidental dividida en tres zonas donde las respectivas autoridades militares americanas, inglesas y francesas se consideraban soberanas, más un alcalde que era una de las grandes personalidades políticas de Alemania, el burgomaestre Willy Brandt.

El primer problema surgió con el aterrizaje del Air Force One. La única pista capaz de recibir al gran avión presidencial estaba en la zona francesa, de manera que quien recibió a Kennedy en Berlín y le acompañó en solitario al podio fue un general francés. Resultaba amargo y decepcionante para los americanos darle semejante protagonismo a la Francia de De Gaulle, que les fastidiaba con su diplomacia, pero no hubo otro remedio.

Después de tragarse este sapo, el segundo resultaría menos repugnante. Se había programado para Kennedy un larguísimo recorrido por las calles de Berlín, 50 kilómetros, pero estaba claro que la primera parada tenía que ser para contemplar la perfidia comunista, el Muro, en su punto más emblemático y central, la Puerta de Brandemburgo. Pero eso era zona británica, de modo que fue un general inglés el segundo anfitrión del presidente americano. Solamente en tercer lugar pudo el ejército de Estados Unidos rendir honores a su comandante en jefe, en el famoso Checkpoint Charlie, la mínima frontera abierta en el Muro.

Después del homenaje de las potencias ocupantes vendría por fin el de las autoridades berlinesas ante el Ayuntamiento, pero Willy Brandt había previsto tener protagonismo en la recepción de Kennedy desde el principio, acompañándole en ese largo recorrido en coche descubierto. Sin embargo, no estaría solo. Como la parada en Berlín se enmarcaba dentro de un viaje oficial a la República Federal Alemana, el canciller Adenauer pretendía tener presencia.

Adenauer y Brandt, adversarios políticos -uno democristiano, el otro socialdemócrata-, pactaron ir en el automóvil con Kennedy en medio, pero el gabinete presidencial tenía una imposición. Kennedy padecía graves problemas de espalda que le causaban dolores tremendos. Esta debilidad, sin embargo, se mantenía tan oculta para el público como la parálisis de Roosevelt. La única forma de que JFK resistiera un recorrido tan largo era situándose en la parte lateral derecha del automóvil. ¿Quién ocuparía entonces el puesto de honor, el centro del trío?

Willy Brandt, que también era una estrella mediática, no estaba dispuesto a cedérselo al canciller, al fin y al cabo en Berlín era el anfitrión. A cambio pactó que fuera Adenauer quien pronunciase los discursos de bienvenida, en el Ayuntamiento y en la despedida.

Los soviéticos tampoco iban a desperdiciar la ocasión de chupar cámara, y prepararon una sorpresa. Decoraron todos los huecos de la Puerta de Brandemburgo con grandes telones rojos, y en el momento en que JFK subió al tablado preparado para que tuviese una buena vista, apareció en la parte oriental un camión que se colocó ante la Puerta con una gigantesca pancarta en la que se acusaba a EEUU de no cumplir los acuerdos de Yalta y Postdam sobre reunificación y desnacificación de Alemania (Adenauer había colaborado con el régimen nazi). Para los fotógrafos y cámaras, que seguían el recorrido de Kennedy en un camión especial, con gradas, fue imposible obtener imágenes de Kennedy ante el Muro sin que apareciese el mensaje de Moscú.

Maestría oratoria.

Sin embargo esta victoria resultó pírrica ante el discurso que JFK daría ante el Ayuntamiento de Berlín. Es más, fue esa provocación lo que motivó que introdujese a última hora, en un despacho del Ayuntamiento, unas innovaciones que lo harían histórico.

Ante 400.000 berlineses reunidos en la plaza de Rudolph Wilde (rebautizada de John F. Kennedy tras su asesinato), el presidente americano dijo: “Hace 2.000 años el mayor orgullo era decir Civis romanus sum [soy ciudadano romano]. Hoy, en el mundo libre, el mayor orgullo es Ich bin ein berliner [soy un berlinés].

“Hay mucha gente en el mundo que no comprende la gran diferencia entre el mundo libre y el mundo comunista. ¡Que vengan a Berlín! Hay algunos que dicen que el comunismo es el movimiento del futuro. ¡Que vengan a Berlín! Y hay algunos pocos que dicen que es verdad que el comunismo es un sistema diabólico pero que permite un progreso económico. Lasst sie nach Berlin kommen!, ¡que vengan a Berlín!”

El entusiasmo fue desbordante, era una oratoria agresiva y convincente que recorrería el mundo. Desde el punto de vista mediático fue un golpe demoledor para la URSS, y Kennedy lo culminó repitiendo el gran hallazgo semántico: “Todos los hombres libres, dondequiera que vivan, son ciudadanos de Berlín. Y por tanto, como hombre libre, yo digo con orgullo estas palabras: Ich bin ein berliner!”.

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