Expulsión de un presidente

11 / 09 / 2017 Luis Reyes
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Washington, 8 de septiembre de 1974. El nuevo presidente Ford indulta a Nixon, poniendo fin a la crisis del Watergate.

Varias personas leen, ante la Casa Blanca, la noticia de la dimisión de Nixon. Foto: Bettmann Archive

Las tragedias de la Historia, cuando se repiten, se convierten en farsas, decía Marx. Los que tengan edad recordarán el dramatismo del caso Watergate, el shock que provocó en la sociedad americana, el asombro del mundo, que vio cómo el hombre más poderoso del planeta, el presidente de Estados Unidos, podía ser apeado del poder por un respetable periódico del establishment, el Washington Post.

Hoy todos esperamos el momento en que Trump sea expulsado de la Casa Blanca como si fuera una película de buenos y malos de los años 50. Sabemos que el malo irá cometiendo perversidades en un crescendo cada vez más detestable, para al final pagarlas todas juntas.

Mirando los protagonistas también se pasa de la tragedia a la astracanada. Nixon era patético en el sentido del personaje de tragedia griega que no puede escapar del despiadado destino. Trump es un botarate que parece diseñado por los hermanos Marx para hacerlo objeto de sus mofas. Pero dejemos la farsa y vayamos a lo que ya es Historia: el drama del presidente que esperaba ser comparable a Lincoln y en cambio tuvo que dimitir para que no le echasen.

La peripecia vital de Richard Nixon parece una encarnación del sueño americano en su primera parte, una ascensión desde muy abajo hasta la más alta cúspide, la presidencia de los Estados Unidos. Y luego, cuando ya está en la cumbre y no le falta más que pasar a la Historia, lo estropea todo, rompe las reglas sacrosantas de la Constitución, o dicho en clave clásica, desafía a los dioses como ciertos personajes de la mitología cuya hibris lleva a la condenación.

Nixon había nacido en una modesta familia de la California rural. Nunca fue un joven atractivo, no tenía la educación o el carisma que abren todas las puertas, pero era inteligente, trabajador y tenaz. Gracias a una beca pudo estudiar en un centro privado de postín, la Duke University, y se graduó en Derecho con sobresaliente. Tras la Segunda Guerra Mundial, en la que sirvió como oficial en puestos administrativos, tuvo su día de suerte cuando leyó un anuncio en un periódico: el Partido Republicano buscaba candidatos para las elecciones a representante por California en el Congreso. Solamente en América podrían suceder cosas así, pero el caso es que a los 33 años, sin previa carrera ni afiliación política, Richard Nixon se convirtió en diputado republicano.

Nixon inició su carrera política utilizando los recursos que poseía, triquiñuelas de abogado. Acusando de comunista a su oponente demócrata en la elección, lo que era una falsedad, logró para su campaña el imprescindible apoyo económico de... Chiang-Kay-Chek, el líder de la China nacionalista, en guerra civil con los comunistas. Esos donativos irregulares y las marrullerías electorales se convertirían en una marca Nixon y le llevarían a la perdición, pero de momento había encontrado un filón político, el anticomunismo, que sería cada vez más rentable en los años sucesivos.

En las elecciones presidenciales de 1952 el Partido Republicano, desesperado por 20 años de derrotas frente a los demócratas Roosevelt y Truman, recurrió al indiscutible héroe de guerra americano, el general Eisenhower. Ike (Vencedor), como apodaban al general, no pertenecía al partido, incluso tenía fama de demasiado progresista, no tenía experiencia política y era algo mayor, de modo que los estrategas electorales buscaron un candidato a la vicepresidencia que compensara esos “defectos”: un joven político, militante republicano y decididamente conservador.

De nuevo las circunstancias favorecieron a Nixon, su ascenso al siguiente escalón político fue también fruto de la fortuna. Con 39 años su carrera estaba asegurada, Ike ganaría la elección y la reelección, y luego su heredero, el vicepresidente Nixon –que había amarrado el vínculo casando a su hija con el nieto de Eisenhower– partiría con ventaja para las elecciones de 1960. Pero aquí cambió la suerte, porque Nixon se cruzó con Kennedy y con su padre. Las elecciones fueron reñidísimas, Kennedy ganó por los pelos, y Nixon quedó convencido de que el padre de Kennedy había utilizado sus conexiones con la Mafia para amañarlas en un par de pequeños Estados que fueron decisivos. Pero no impugnó los resultados, por sentido del Estado y porque él mismo había hecho y haría trampas en las elecciones.

Triunfo y caída

La pérdida de la buena suerte de Nixon fue pasajera: Kennedy fue asesinado; su heredero natural, su hermano Bob, fue asesinado; y Johnson, quemado por la guerra de Vietnam, cayó en la depresión y no se presentó a la reelección, lo que dio la presidencia a Nixon en 1968. Había llegado a la cumbre, y se convirtió en un presidente de los que marcan época: sacó a Estados Unidos de la guerra de Vietnam; reconoció a la China comunista, el más importante cambio de la diplomacia mundial desde la Segunda Guerra Mundial; inició la distensión con Rusia e impulsó la limitación de armas nucleares; atajó la especulación del suelo, puso en marcha la política medioambiental y terminó con la segregación racial en las escuelas del Sur.

Solo le quedaba pasar a los libros de Historia como uno de los grandes presidentes, pero se dejó arrastrar por una pasión, el ansia de ganar, que le convirtió en paranoico. Organizó un Comité para la Reelección que le asegurase la victoria por medios ilícitos, una oficina dedicada a la trampa y el delito electoral, que fue descubierta cuando estalló el caso Watergate. Lo más sarcástico es que no necesitaba hacer trampas, ganó la reelección con la mayor victoria electoral de la historia de EEUU, 47 millones de votos frente a 29 de su oponente. Pero el Watergate siguió su camino y la prensa y la Justicia fueron desnudando los delitos del presidente Nixon.

El 8 de agosto de 1974, ante la inminencia del impeachment (destitución por el Congreso) y la posibilidad de ir a la cárcel, se aseguró el indulto de su vicepresidente y sustituto, Gerald Ford, y firmó la dimisión del cargo. Su último servicio para la posteridad fue mostrarle el camino a Donald Trump.

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