El veto papal de Fernando VII

21 / 12 / 2017 Luis Reyes
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Roma, 14 de diciembre de 1830. Comienza el cónclave en el que el rey de España vetaría al cardenal Giustiniani, que encabezaba las votaciones.

Fernando VII en uno de los asombrosos retratos de Goya en el Museo del Prado

Palo a la burra blanca, palo a la burra negra, el axioma político de Fernando VII resulta simple y vulgar, pero no debemos engañarnos, su reinado fue todo lo contrario, muy complejo y trascendente para la Historia de España. Hubo grandes avances de las libertades, como la Constitución de Cádiz y grandes retrocesos, como las dos vueltas al absolutismo. España derrotó a Napoleón en una guerra larga y cruel, pero perdió su imperio americano y dejó de ser una gran potencia. Aunque quizá lo más grave es que en el reinado de Fernando VII se gestó el carlismo, esa reacción ultramontana y palurda ante el progreso que provocaría cuatro sangrientas guerras civiles en el siglo siguiente a su muerte.

La figura de Fernando VII es igualmente complicada, tras un aspecto físico de imbécil y unas maneras de patán escondía una indudable inteligencia política, o quizá solo astucia, que dedicó a asegurar su poder personal, aunque  también fue capaz de interpretar la evolución de los tiempos, de entender que por mucho que le gustase el absolutismo había llegado a su final histórico y que era preciso otro régimen para España. Por eso en la segunda parte de su reinado comenzó a rodearse de liberales moderados, especialmente recuperó del exilio a los afrancesados. Este lento movimiento hacia el progreso provocó reacciones violentas como la Guerra de los Malcontents en Cataluña, movimiento ultra absolutista que, bajo el lema “Religión, Rey e Inquisición”, proclamó una “Junta Suprema Provisional de Gobierno del Principado de Cataluña” en Manresa. Los malcontents son auténtica prefiguración del carlismo, una ideología que prendería fuerte en Cataluña y no se desprendería con el tiempo, como señalan hoy los analistas del procés más conocedores de la Historia.

Fue entonces cuando Fernando VII le dio palos a mansalva a la burra blanca (los absolutistas), igual que durante años se los había atizado, y bien fuertes, a la burra negra (los liberales), fusilando a nueve cabecillas de los malcontents y deportando a África a centenares.

El nuncio

Durante buena parte del reinado de Fernando VII fue nuncio apostólico (embajador papal) en Madrid monseñor Giacomo Giustiniani, un absolutista convencido, pero capaz de entender los cambios de los tiempos. Ejerció su embajada en el Sexenio Absolutista, el Trienio Liberal y la Década Ominosa, y fue capaz de bandearse entre las dos facciones. Cuando los liberales tomaron el poder tras el pronunciamiento de Riego y proclamaron de nuevo la Constitución de Cádiz, el nuncio no expresó abiertamente ninguna oposición, aunque en su correspondencia secreta con Roma se ve que conspiraba contra “los impíos”, como llamaba a los liberales, y que tenía simpatías por el hermano de Fernando VII, el ultramontano don Carlos, candidato a rey de los carlistas.

Tampoco se resistió a la abolición de la Inquisición, considerándola, como el propio Fernando VII, un trasto viejo del que había que desembarazarse. Pero el nuncio promovió unas Juntas Diocesanas de Censura y luego unas Juntas de Fe, que “sin usar de nombres que susciten prejuicios ni aterrorizar” pretendían “inquirir contra todos los que atenten contra la fe católica”, o sea, los mismos perros con distintos collares.

Giustiniani fue nombrado cardenal y dejó Madrid en 1826, iniciando una prometedora carrera en la Curia. En el cónclave de 1829 se eligió a su candidato, Pío VIII, y cuando este murió a los pocos meses, en el nuevo cónclave le llegó la oportunidad al propio Giustiniani. Su candidatura a Papa era la más potente: el 30 de diciembre tenía 21 votos del colegio cardenalicio, frente a 15 de su oponente, cuando el “cardenal de la corona de España”, Marco y Catalán, manifestó el veto de Fernando VII, mientras que el embajador español, el adusto marqués de Labrador, hacía llegar al cónclave una nota invocando “la Exclusiva”.

Era la décima vez que el rey de España vetaba a un candidato al papado, desde que Felipe III resucitara un uso medieval en 1605. Felipe IV utilizó en dos cónclaves el Ius Exclusivae (derecho de exclusión), y en 1662, en la tradición de tratadistas de derecho público de los jesuitas españoles, el padre Nicolás Martínez publicó Exclusiva de Reyes, el primer tratado donde se desarrollaba y defendía la teoría del veto.

Nunca quedó clara la razón del veto español. El pragmatismo político de Giustiniani, su trágala ante lo inevitable, pero poniéndole frenos, le asimilaba en carácter a Fernando VII. Sin embargo se había producido un enfrentamiento con el nuncio cuando intentó que el rey aceptase el nombramiento, por parte de Roma, de obispos en las repúblicas americanas que se habían independizado de España.

Se trataba de una cuestión de Estado, pues en un momento en que Fernando VII buscaba apoyos europeos para revertir la situación en el imperio perdido, suponía el reconocimiento de las independencias por el Papa. El choque alcanzó tal virulencia que Fernando VII rompió relaciones diplomáticas con Roma, aunque eso sucedió cuando ya no estaba Giustiniani en la nunciatura.

El caso es que la Exclusiva se aplicó, y Giustiniani, demostrando el más puro florentinismo de la Curia romana, pronunció un discurso agradeciendo al rey de España por los honores y favores que le había otorgado durante su nunciatura, y porque “le había librado de los honores del papado”, que sentía superior a sus fuerzas.

Los contemporáneos creyeron ver un aspecto personal en el veto a Giustiniani, por la simpatía que había demostrado hacia don Carlos, que llevaba años siendo un grano en las reales posaderas de Fernando VII, y que en esos momentos le disputaba ya el trono a la hija del rey. De modo que “palo a la burra blanca” en Roma también.

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Giacomo Giustiniani, nuncio apostólico en Madrid y luego candidato a Papa

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