El último cruzado conquista Jerusalén

14 / 12 / 2017 Luis Reyes
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Jerusalén, 9 de diciembre de 1917. Los turcos abandonan Jerusalén al Ejército británico del general Allenby, que entrará dos días después en la Ciudad Santa.

El alcalde de Jerusalén (en el centro) intenta entregar la ciudad a los ingleses. Foto: Getty Images

Los turcos se fueron sigilosos durante la noche, sin presentar la última batalla. Dijeron que para preservar los Santos Lugares de un asedio con artillería moderna, pero quizá es que no tenían ya ánimos para una defensa casa por casa. La campaña de Oriente Próximo había sido un desastre para el Imperio Otomano, mejor dicho, su demolición definitiva. Ya habían perdido La Meca, y no tenían fuerzas para defender la otra gran ciudad santa del islam, Jerusalén. El sultán de Estambul se proclamaba califa de todos los creyentes, es decir, sucesor de Mahoma y defensor de los Santos Lugares musulmanes, pero ese título se había convertido en ficción.

Antes de irse, el mutasarrif (gobernador otomano) de Jerusalén le había entregado una carta de rendición al alcalde de la ciudad. El alcalde era Hussein Salim al-Husseine, miembro de la familia más importante de la aristocracia palestina, que al amanecer del 9 de diciembre salió en busca de los ingleses. Los primeros que encontró fueron dos sargentos del London Regiment que realizaban un reconocimiento; los pobres hombres rechazaron abrumados lo que les ofrecía la fortuna, la ciudad más ambicionada de la Historia, el Santo Lugar de las tres religiones.

Siguiendo el habitual escalafón militar, Husseini encontró por fin un general que aceptó el documento, era el brigadier C.F. Watson, jefe de la London Brigade. Aludiendo al uso de artillería pesada por los británicos, la carta justificaba la rendición diciendo que “por temor a que sus mortíferas bombas alcancen los Santos Lugares, nos vemos obligados a entregarle a Vd. la ciudad (…) con la esperanza de que proteja Jerusalén como la hemos protegido nosotros durante más de 500 años”.

Allenby the Bull

Cuando ese texto llegó al comandante en jefe británico debió de impresionarlo, aunque Edmund H.H. Allenby tenía fama de insensible a las emociones humanas, excepto la cólera, por lo que le apodaban the Bull (el Toro). Era oficial de caballería de carrera no excesivamente brillante, había tenido su bautismo de fuego ya mayor, en la Guerra de los Boers, pero al empezar la Gran Guerra las necesidades del frente occidental de grandes unidades y oficiales para mandarlas le dieron el mando de un cuerpo de ejército. Su fracaso en la batalla de Arras provocó su cese, por el procedimiento de ascenderlo y enviarlo a un teatro de operaciones secundario, Egipto.

El verano de 1917 Allenby tomó el mando de la Fuerza Expedicionaria de Egipto, una torre de Babel de británicos, australianos, neozelandeses e indios, más un grupo de tipos excéntricos como Lawrence de Arabia, que habían atizado la rebelión árabe y participaban en la guerra de guerrillas de las anárquicas tribus de la península arábiga contra los turcos. El Gobierno de Londres quería una victoria rápida en ese frente por razones políticas, pues el frente principal se hallaba estancado, de modo que puso considerables medios a disposición de Allenby y le apremió para que atacase.

Allenby sin embargo no se apresuró hasta considerarse lo bastante fuerte. Su antecesor había establecido una línea de frente en el sur de Palestina, y en octubre Allenby lanzó desde allí una ofensiva que en siete semanas le llevó a apoderarse de Jerusalén. Se había convertido en un general victorioso, en el conquistador de una de las ciudades más famosas de la Historia, de un valor espiritual enorme para judíos, cristianos y musulmanes, pero además los turcos le habían dejado expresamente la obligación de defender los Santos Lugares.

Nueve siglos antes, cuando la I Cruzada tomó Jerusalén, su jefe, Godofredo de Bouillon, había rechazado ser rey de Jerusalén –“No puedo llevar una corona de oro donde Cristo llevó una de espinas”, dijo– y tomó el título de Defensor de los Santos Lugares. Ahora le correspondía esa responsabilidad a Allenby, que dos días después de la rendición iba a hacer su entrada triunfal en Jerusalén.

En aquella época Jerusalén no se había extendido mucho más allá de sus murallas, y Allenby se dirigió al frente de su numeroso séquito a la Puerta de Yaffa, por donde durante dos milenios habían llegado los peregrinos de Europa. Nueve años antes había pasado por allí el enemigo número uno de Inglaterra, el káiser Guillermo de Alemania, aunque no lo hizo como conquistador, sino como huésped de lujo.

El sultán había hecho demoler parte de la obra defensiva, para que cupiese por la Puerta de Yaffa una carroza con el káiser y la kaiserina. Frente a la manifestación de soberbia del emperador alemán, Allenby decidió jugar la carta de la humildad, como Godofredo de Bouillon. Antes de traspasar la muralla echó pie a tierra y entró andando en Jerusalén, como si fuera uno más de los millones de peregrinos que le habían precedido.

Jerusalén es quizá la ciudad más veces conquistada de la Historia, y lo habían hecho de todas las maneras. En la Antigüedad los babilonios y los romanos la arrasaron varias veces y se llevaron esclavizados a sus habitantes judíos. Los persas en 614, con ayuda de los judíos, incendiaron todas las iglesias y mataron a 90.000 cristianos; en 1099 la I Cruzada se tomó venganza: respetaron los edificios pero masacraron a toda la población judía y musulmana.

Hubo en cambio asaltantes humanitarios: el sultán Saladino y el emperador germánico Federico II, que fueron los sucesivos conquistadores, entraron sin violencia, por negociación, y respetaron a la otra religión, cristiana o musulmana.

Volviendo a 1917, la entrada de Allenby en Jerusalén se presentó en Inglaterra como “un regalo de Navidad para el Imperio Británico”, un triunfo de la cristiandad, casi una nueva Cruzada, porque la Ciudad Santa volvía a la soberanía cristiana siete siglos después de que los últimos cruzados fueran expulsados por los tártaros jorezmitas. Sin embargo la ocupación británica no sería una protectora de los Santos Lugares cabal, al contrario, resultaría un desastre histórico. La Declaración Balfour (ver “Los ingleses crean Israel”, en Historias de la Historia, en el número 1.815 de Tiempo) animó la llegada de colonos sionistas, que pronto se enfrentaron a los naturales palestinos, iniciando, hasta día de hoy, un conflicto árabe-israelí lleno de sangre y exilio.

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