El rey apresado

27 / 02 / 2012 16:01 Luis Reyes
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Pavía, Norte de Italia, 25 de febrero de 1525 · Francisco I, rey de Francia, es derrotado y apresado por los soldados españoles.

Ni un amigo me queda para unir mi espada a la suya”. El lamento de Francisco I de Francia es tan dramático como el que puso Shakespeare en boca de Ricardo III –“¡Un caballo, mi reino por un caballo!”- y refleja la misma angustia, la del todopoderoso rey, el soberano siempre rodeado de abundancia y halagos, a quien la suerte adversa en una batalla deja solo ante sus enemigos, que lo matan, como a Ricardo III, o lo hacen cautivo, como a Francisco I en Pavía.

La batalla de Pavía fue de esas que cambian el curso de la Historia para la era siguiente. Supuso la hegemonía española sobre Italia durante dos siglos y el final de las aspiraciones francesas. Haría falta un Napoleón para que Francia volviese a tener poder en Italia. Pero no vamos a entrar aquí en el asunto general de la pugna hispano-francesa por la península (véase Historias de la Historia, “La rival de Roma”, en el número 1.531 de Tiempo), sino en ese accidente de la batalla que trasciende su importancia militar y política por su gran fuerza simbólica, moral: la captura del rey de Francia y su prisión en Madrid.

En términos generales puede decirse que aquel encuentro entre las tropas francesas que asediaban la ciudad septentrional de Pavía y las españolas o imperiales, que llegaron en auxilio de los sitiados, estaba igualado a priori. Ambos ejércitos contaban con algo más de 30.000 hombres –lo que en la época era muchísimo- y estaban formados por contingentes multinacionales. Los refuerzos españoles estaban mandados por Fernando de Ávalos, marqués de Pescara, por el belga Charles de Lannoy, virrey de Nápoles, y por el condestable de Borbón, noble francés que se había pasado de bando; la guarnición de Pavía estaba a las órdenes de Antonio de Leyva, veterano de la conquista de Granada. En el bando francés era el mismísimo rey Francisco I su comandante en jefe.

La guerra moderna.

La gran diferencia estaba en la concepción de la guerra de unos y otros. El ejército francés tenía un carácter anticuado, con su rey al frente encabezando a un numeroso grupo de caballeros nobles, todos con magníficas armaduras y soberbios caballos, todos hombres de honor que esperaban ganar fama en la guerra. Inevitablemente se le concedía protagonismo a la caballería al estilo medieval. En cuanto a su infantería, también era propia de la Edad Media, recios piqueros suizos que se movían en formaciones cerradas y poco ágiles.

En el bando español, en cambio, el minoritario contingente de infantes españoles -6.000 hombres- constituía una élite de arcabuceros organizados en tercios según la invención del Gran Capitán, que revolucionó la forma de hacer la guerra y supuso la hegemonía de la infantería española en los campos de batalla durante más de un siglo. Eran un ejército de la Edad Moderna.

En el punto culminante de la batalla, Francisco I, actuando “no como general, sino como verdadero paladín”, dice un cronista, se puso al frente de su caballería y, despreciando la utilización de la artillería, se lanzó a una gloriosa carga contra el enemigo. La sorprendente respuesta que halló la relata un militar y escritor francés de la época, el caballero de Brantome: “1.500 arcabuceros de los más diestros, prácticos, astutos, dispuestos y que más andaban, que enseñados por el mismo Pescara a extenderse en escuadras por el campo contra todo orden de guerra y ordenanza de batalla, y a hacer giros y dar vueltas con gran celeridad (...) dieron buena cuenta de los franceses”.

Sorprendido por el fuego de aquellos arcabuceros, destrozada su soberbia caballería, cuando Francisco I vio que no le quedaba “ni un amigo para unir mi espada a la suya”, intentó ponerse a salvo. Según cuenta en su crónica Juan de Oznayo, paje de lanza de don Alfonso de Avalos y testigo participante en la batalla, el rey francés “iba casi solo cuando un arcabucero le mató el caballo, y yendo a caer con él, llegó un hombre de armas de la compañía de don Diego de Mendoza, llamado Joanes de Urbieta, natural de la provincia de Guipúzcoa, y poniéndole el estoque a un costado por la escotadura del arnés, le dijo que se rindiese”.

Urbieta se frotaba las manos viendo la lujosa armadura de su prisionero, pensaba que había capturado a un gran noble por el que pagarían buen rescate –ese era el uso de la época-, pero cuál no sería su sorpresa cuando el caballero caído, que no se podía mover porque tenía una pierna debajo del caballo muerto, imploró “¡la vida, que soy el rey!”.

Pero la batalla no había terminado, Urbieta vio que el alférez de su compañía, que llevaba la bandera, estaba en apuros y tuvo que acudir en su apoyo. Antes de separarse de su suculenta presa le dijo: “Si sois el rey, hacedme una merced” y le pidió que se considerase prisionero suyo. Siguiendo las maneras caballerescas de la época, Francisco I se lo prometió, y Urbieta se levantó la visera de su almete y le enseñó una dentadura tan mellada que era inconfundible: “En esto me reconoceréis” dijo, y siguió el combate.

Cuatro captores.

Esa es la versión pro Urbieta, aunque hubo otros soldados españoles que reclamaron, con razón, haber participado en la captura del rey francés. Uno de ellos fue el granadino Diego Dávila. Algunos autores lo identifican con un capitán que se había distinguido por sus proezas en la conquista de Granada, por lo que había recibido numerosas tierras, aunque quizá fuese un hijo o pariente. Dávila, consciente de que una presa de la categoría de Francisco I provocaría muchas reclamaciones, le pidió cortésmente al rey caído “una prueba”, y el francés le entregó uno de los guanteletes de su armadura y un estoque manchado de sangre. O fue menos caballeresco y se los arrebató.

Otro que tomó parte en la captura fue el gallego Alonso Pita da Veiga, que se quedó con el otro guantelete del rey, un crucifijo que llevaba Francisco I con una reliquia de la Vera Cruz, que “había pertenecido a Carlomagno”, según el propio Pita, y un trozo de brocado de su faja, adornado con cruces de plata. Alonso Pita había realizado otra acción meritoria en la batalla, la defensa del llamado estandarte del rey de Hungría (el hermano de Carlos V, don Fernando), una bandera con la Cruz de Borgoña.

Uno más sería el caballero don Juan de Aldana, que se apropió del collar que llevaba Francisco I al cuello, que unas fuentes dicen que era el de la francesa Orden de San Miguel y otras, el Toisón de Oro, que Carlos V le había otorgado diez años antes. La intervención de los cuatro españoles en la captura de Francisco I vino reconocida por las cartas de privilegio que les otorgó Carlos V, y por los escudos de armas que les reconoció a partir de aquel momento, en los que aparecían flores de lises, coronas y otros elementos que hacían referencia a la hazaña. Asimismo, el propio Francisco I escribió cédulas reconociendo a sus captores.

El infortunado monarca fue llevado preso a Madrid y alojado en la Torre de los Lujanes. Tras un año de prisión, para obtener la libertad se vio obligado a firmar el Tratado de Madrid, que establecía la renuncia francesa a Italia. Aunque se le dio el trato exquisito que correspondía a un rey y se le trató como huésped distinguidísimo, la humillación del rey de Francia debió ser inmensa. Desde el cautiverio le escribió a su madre una patética carta en la que sentenciaba: “Todo se ha perdido, menos el honor y la vida”.

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