El Principito no ha vuelto a la base

02 / 08 / 2016 Luis Reyes
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Mar Mediterráneo, 31 de julio de 1944. Antoine de Saint-Exupéry, famoso escritor y aviador, desaparece en vuelo.

En aquel tiempo los aviadores eran aventureros, pilotaban aparatos primitivos y endebles sin más equipamiento que una brújula, aterrizaban en cualquier sitio llano y se estrellaban regularmente. Cada piloto tenía varias vidas aunque ninguno sabía cuántas, pero dar la vida por volar estaba asumido.

Antoine Marie Jean-Baptiste Roger, conde de Saint-Exupéry, era de esa raza. Nacido con el siglo XX, de familia con blasones y sin dinero, mal estudiante pero con extraordinaria sensibilidad artística, hombre de mundo, valiente hasta la temeridad y ansioso por conocer tierras exóticas y experimentar nuevas sensaciones, a los 12 años, mientras pasaba las vacaciones en el castillo familiar, engatusó a un famoso aviador y logró su bautismo de vuelo. En el siglo XIX hubiera sido oficial de caballería o marino, de hecho intentó ingresar en la Escuela Naval, aunque lo suspendieron, pero al cumplir el servicio militar en 1921 encontró su auténtica pasión: el avión.

El avión estaba en esa época rodeado de mística y de ideología. Para los bolcheviques era la herramienta-símbolo de los nuevos tiempos revolucionarios, por eso decoraron el Metro de Moscú con mosaicos de aeroplanos. En el otro extremo ideológico, los futuristas italianos que diseñaron la estética del fascismo rendían culto al avión. Antoine de Saint-Exupéry se hizo piloto en la mili y a partir de entonces le dedicó al volar no solo su vida, sino también su espléndida obra literaria.

La carrera militar del subteniente Saint-Exupéry, que tenía fama de indisciplinado y alocado, se frustró al estrellar el avión en un alegre vuelo sin permiso. Encontraría un trabajo más adecuado a su nonchalance en la Aéropostale, una compañía aérea mítica, cuyos pilotos eran como los personajes de Solo los ángeles tienen alas, la película de culto de Howard Hawks, y cuyos grandiosos objetivos eran unir Francia con sus posesiones de ultramar. Saint-Exupéry llevaba el correo de Toulouse a Senegal, jugándose la vida y emborrachándose de emoción en cada vuelo. En el Sáhara Español fue jefe de escala en la línea de Buenos Aires. No había lugar más recóndito, pero la belleza del desierto le penetró, como reflejaría en sus libros. Luego fue a Sudamérica y se enamoró de una hermosa millonaria salvadoreña, Consuelo Suncín, escritora, artista y bohemia, con quien mantendría una tempestuosa relación matrimonial.

La quiebra de Aéropostale en 1931 marcó el fin de una época de la aviación, y para él supuso la dedicación profesional a la escritura. Pero la carrera literaria no le podía apartar de la cabina de vuelo. Fue piloto de pruebas, algo aún más arriesgado que piloto comercial, y emprendió hazañas. En 1935, para ganar el récord de tiempo París-Saigón y sus 150.000 francos de premio, se compró un avioncito casi de juguete, un Caudron-Renault llamado premonitoriamente Simoun, la tormenta de arena del desierto.

Tras 19 horas y media de travesía el Simoun se estrelló sobre el desierto de Libia. Le acompañaba como navegador André Prévot y no tenían más que un par de naranjas y una botella de vino, pero no agua. La sed les producía alucinaciones, una experiencia límite que se reflejaría en Tierra de hombres y también en su obra más famosa, El Principito, donde un piloto accidentado en el desierto vive peripecias feéricas.

A los cuatro días, al borde de la muerte por deshidratación, apareció un beduino que les salvó la vida. Pero la cuenta atrás de las vidas que un piloto podía gastar avanzaba inexorablemente. Sin escarmentar, con la prima del seguro se compró otro Simoun para intentar el raid Nueva York-Tierra de Fuego, 10.500 kilómetros. Cuando llevaba recorrida la mitad se estrelló en Guatemala. Las lesiones de su compañero Prévot fueron tan graves que no podría volver a volar.

Sus viajes a lugares exóticos le convirtieron en un periodista conocido, hizo grandes reportajes en Indochina o Moscú. París Soir le envió como corresponsal a la Guerra de España, donde llegó como reportero de lujo, pilotando el avión privado del periódico y con un contrato de 80.000 francos, una suma fabulosa. Estuvo poco tiempo, pues no tenía el compromiso ideológico con la Repúbica de otros periodistas que venían a Madrid, y lo que vio no le gustó. Sus reportajes reflejaron la barbarie en la que también incurría el bando republicano.

Al estallar la Segunda Guerra Mundial Saint-Exupéry fue movilizado por la aviación francesa, y cuando Francia se rindió escapó a Estados Unidos, donde haría propaganda para que entrase en guerra. Cuando los aliados ocuparon el Norte de África en 1943, Saint-Exupéry fue a Argel y se puso a las órdenes del general Giraud, que le disputaba a De Gaulle la jefatura de la Francia Libre. De Gaulle no se lo perdonaría y, con su conocida perversidad, le acusaría incluso de colaboracionista con Alemania, algo que empujó a Saint-Exupéry a la bebida.

Último vuelo

 Encontró grandes dificultades para volar, porque tenía 43 años y el cuerpo destrozado por su historial de accidentes. No podía ni siquiera ponerse el mono de vuelo sin ayuda, y lo que es peor, su cabeza no giraba hacia la izquierda, con lo que volaba con un gran ángulo muerto. Pero Saint Exupéry no era hombre que se echara atrás ante nada. Con su fama de escritor y su posición social tenía relaciones, y el general Eisenhower en persona intervino para que le diesen misiones de vuelo.

El 31 de julio de 1944 despegó a los mandos de un Lightning P-38, un extraño aparato de la Lockheed con doble fuselaje, que no se sabía si era caza o bombardero, aunque él no llevaba ningún armamento porque su misión era de reconocimiento. Se estaba preparando el desembarco aliado en Provenza, pero el comandante Saint-Exupéry nunca regresó con la información sobre los movimientos alemanes.

Esa desaparición en vuelo tenía un componente dramático propio para un literato, su azarosa vida dio paso al misterio Saint-Exupéry. Durante años, muchos aviadores alemanes se adjudicarían el mérito de haberlo derribado, pero sin pruebas. Apareció un cadáver con uniforme francés en el mar, aunque nadie le identificó. En 1998 un pescador encontraría una pulsera de plata con el nombre de Saint-Exupéry y el de su mujer, y su dirección en Nueva York, y en el 2000 localizaron los restos de su avión en el fondo del mar, pero estaba vacío, como si el conde de Saint-Exupéry se hubiera ido al universo inmaterial del Principito

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