El primer día del primer museo

23 / 11 / 2017 Luis Reyes
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Madrid, 19 de noviembre de 1819. Abre el Museo Real de Pinturas, creado a partir de las colecciones reales. Será mundialmente conocido como Museo del Prado.

El Museo del Prado visto desde el Botánico, por José María Avrial. Foto: Museo Nacional del Prado

La Revolución Francesa derramó mucha sangre inocente, pero pese a sus excesos significó un progreso en el curso de la Historia: abolió la esclavitud, prohibió la tortura y emancipó a los judíos, entre otros adelantos que hoy nos parecen normales, pero que no existían en el Antiguo Régimen. Una de las cosas buenas que indudablemente hizo la Revolución fue abrir al público el Museo del Louvre. El Louvre era un palacio real que albergaba numerosas obras de arte de la colección de los reyes de Francia, y el decreto de 1793 que creó el Muséum Central des Arts suponía que el pueblo podría disfrutar de unas maravillas hasta entonces reservadas para los cortesanos.

En realidad la idea había sido de los enciclopedistas, y en el tomo de la Encyclopédie aparecido en 1765 figura un proyecto muy completo para convertir el palacio del Louvre en museo. Desde la subida al trono de Luis XVI en 1774 se comenzó a planear el futuro museo e incluso se llegó a nombrar al conocido pintor Hubert Robert conservador del mismo, pero en 20 años no se llevó a la práctica, hasta que lo hizo la Revolución. Cuando el general Bonaparte dio el salto a la política y se convirtió en primer cónsul de la República, se tomó un interés personal en el asunto, y en 1803, un año antes de proclamarse emperador, el Louvre fue rebautizado “Museo Napoleón”. El proyecto pretendía llevar allí obras maestras de toda Europa incautadas –o si se quiere, robadas– por los ejércitos franceses.

No es extraño por tanto que al sentar Napoleón a su hermano José en el trono de España, una de las primeras medidas del nuevo rey fuese un decreto de 1809 creando el Museo Real de Pinturas, para abrir al público las colecciones de arte reales. Aparte de las aportaciones del rey, y prueba de cómo la monarquía bonapartista era heredera de la Revolución Francesa, se decidió requisar los tesoros artísticos que encerraban los innumerables conventos españoles. Por desgracia, la interesante idea tuvo una realización peor que desastrosa, criminal. José I encargó de la requisa a un marchante francés, Frédéric Quilliet, que era un auténtico experto en pintura española, pero también un ladrón que robaba y vendía en el extranjero los cuadros de los conventos.

Este frustrado proyecto tendría que esperar 20 años más que el Museo del Prado, aunque se llevaría finalmente a cabo con la Desamortización de Mendizábal, creándose por Real Orden de 1837 el Museo Nacional llamado de la Trinidad, una impresionante muestra de arte religioso. El Museo Nacional de la Trinidad sería finalmente absorbido por el Prado en 1872, transmitiéndole también el título de Museo Nacional.

Exposiciones públicas

En España existía cierta tradición de exponer al público algunas grandes obras de las colecciones reales o privadas. Cuando en 1626 Velázquez realizó un retrato ecuestre de Felipe IV, hoy perdido, “se puso en la calle Mayor, enfrente de San Felipe, con admiración de toda la corte y envidia de los del arte, de que soy testigo”, según cuenta Pacheco, el suegro de Velázquez, en Arte de la pintura. En El diablo Cojuelo, la fantástica novela de Vélez de Guevara, el travieso demonio muestra a su embaucada víctima la exposición de retratos de la Casa de Austria que se ha hecho en la Puerta del Sol, donde aparecen pinturas de Felipe IV, el príncipe Baltasar Carlos, el cardenal-infante, la infanta María y su esposo el emperador Fernando de Austria.

El valor propagandístico de estas exhibiciones está claro. Cuando Felipe IV participó por única vez en su vida en una guerra, la reconquista de Cataluña, Velázquez lo retrató en Fraga con brillante uniforme militar. El cuadro fue enviado a la reina, como un recuerdo de la campaña, pero los catalanes residentes en Madrid, el día de su patrón, lo pidieron prestado para exponerlo bajo un dosel bordado de oro en su iglesia, San Martín, “donde concurrió mucho pueblo a verlo”.

Pero nada hay semejante a la exhibición pública de pintura de Sevilla en 1665, cuando para celebrar la consagración de la iglesia de Santa María la Blanca, el canónigo Justino de Neve, mecenas de Murillo, sacó a la calle una exposición de cuadros de colecciones particulares, incluida la suya, donde se podía ver a Tiziano, Rafael, Rubens, Rembrandt,Alonso Cano o Murillo, por citar solo algunos. Un auténtico “museo efímero”, según Javier Portús, conservador de pintura española del Prado.

Isabel de Braganza

Tras la Guerra de la Independencia Fernando VII reimplantó el absolutismo. Se acabaron las libertades proclamadas por la Constitución de Cádiz, volvió el oscurantismo y la Inquisición pero, sorprendentemente, en esa triste época logró sobrevivir el proyecto de museo del intruso rey francés. Fernando VII no era tan lerdo como pretendían sus bien ganados enemigos, y sobre todo contó con el estímulo de su segunda esposa, Isabel de Braganza, una princesa portuguesa cultivada y con sensibilidad para el arte.

Se instalaría el Museo de Pinturas en el gran edificio que Carlos III levantó para academia y museo de Historia Natural, obra del gran arquitecto neoclásico Villanueva y situado en el paseo del Prado, lo que daría lugar a su nombre popular. Hubo que hacer muchas obras porque el edificio estaba destrozado desde la guerra, ya que los franceses lo convirtieron en cuartel de caballería y las planchas de plomo del tejado se fundieron para fabricar balas. La demora provocó que la reina Isabel, a quien el Prado proclama su fundadora, prematuramente fallecida con 21 años, no pudiese ver su proyecto realizado. Pero Fernando VII lo mantuvo y 11 meses después de la muerte de Isabel de Braganza se abrió al público.

El rey hizo una generosa donación de las colecciones reales, 1.500 obras, pero la inmensa mayoría no pudieron exhibirse de entrada, porque solamente se habilitó para la exhibición una décima parte del edificio, mientras el resto seguía en reparación. Solo se colgaron 311 cuadros de pintura española, pues el proyecto museístico de José I era dar a conocer al mundo la escuela española de pintura, desconocida en Europa con la excepción de Murillo. El Prado fue por tanto un museo temático de pintura española, hasta que la apertura de nuevas salas permitió exhibir los otros tesoros que había donado Fernando VII. Esa política de promoción hizo que en 1823 se tradujese el catálogo al francés, no porque visitasen el Prado turistas, sino militares de los Cien mil hijos de San Luis, el ejército reaccionario que invadió España para restaurar el absolutismo.

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