El primer atentado anarquista

29 / 10 / 2013 11:48 Luis Reyes
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Madrid, 25 de octubre de 1878 · Un obrero intenta asesinar a Alfonso XII, comienza la terrible saga del terrorismo anarquista en España.

El joven rey cabalgaba al frente de sus generales por la Calle Mayor de Madrid. Venía de inspeccionar las provincias del Norte, donde dos años atrás, con 18 años y recién subido al trono, había ido a combatir a los carlistas, siendo el primer rey de España que marchaba a la guerra desde Felipe V. El compromiso liberal de Alfonso XII, su juventud, guapura y simpatía, le habían convertido en el monarca que levantara más entusiasmo popular de nuestra historia, y la gente llenaba las aceras para vitorearlo.

Aunque no todos. A la altura del número 93 de la Calle Mayor, cuando ya prácticamente llegaba el cortejo a palacio, otro hombre igualmente joven sacó una pistola y disparó dos veces contra Alfonso XII. Ninguno de los tiros alcanzó al Rey ni a nadie; no se trataba de un terrorista como los de ahora, de alguien entrenado para provocar muerte y destrucción, era un simple obrero, tonelero por más señas y militante anarquista, que inauguraba una nueva y terrible forma de lucha política.

El anarquismo español se había organizado –aunque este concepto repugnase a los anarquistas– a partir de 1868, cuando vino a nuestro país el notorio revolucionario italiano Giuseppe Fanelli, enviado de Bakunin. Aprovechando el clima de libertad que había tras la revolución que derrocó a Isabel II, Fanelli mantuvo reuniones con militantes de la lucha obrera como Anselmo Lorenzo, y el 24 de enero de 1869 se constituyó en Madrid la primera sección española de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) o, simplemente, la Internacional.

Propaganda por el hecho.

En la década siguiente, los anarquistas italianos Errico Malatesta y Carlo Cafiero formularon el concepto de “propaganda por el hecho”, que sostenía que una acción es más eficaz que mil panfletos como forma de propaganda ideológica. Pronto se vio que, de todas las acciones, la de mayor repercusión era el magnicidio. En mayo de 1878 el alemán Max Hölder realizó el primer atentado anarquista de la Historia, disparando contra el káiser Guillermo I, un anciano de 81 años, que salió ileso. Un mes después Karl Nobiling repitió el atentado contra el káiser con el mismo resultado. Ambos fueron ejecutados y se convirtieron en mártires del movimiento obrero.

En España, los atentados alemanes, aunque hubieran fracasado, causaron gran impresión en un joven catalán de carácter errático llamado Joan Oliva Moncasí. Era hijo de unos agricultores propietarios de Cabra del Camp, Tarragona, en buena situación económica, que a los 12 años lo mandaron a estudiar bachillerato al instituto de Tarragona, pero el niño no era aplicado y faltaba a clase. Posteriormente pretendió estudiar bellas artes y artes gráficas, fracasando también, y finalmente sus padres lo pusieron de aprendiz de tonelero. Así entró en el ambiente proletario, frecuentó una asociación obrera, la Cooperadora, y se politizó hasta el punto de afiliarse a la Internacional. Rompió con su familia porque se empeño en casarse con una criada, pero recurrió a ella en busca de ayuda económica, para que le pagasen un billete a Argel, donde tenía un trabajo.

En realidad el billete era a Madrid y el trabajo consistía en asesinar al Rey, una idea que se le había ocurrido por su cuenta, estimulado por la fama alcanzada por los regicidas alemanes. Oliva no contaba con el respaldo de una organización terrorista anarquista porque todavía no existía eso en España, y ni siquiera era un terrorista solitario, sino un amateur que entendía poco de armas y nada de emplearlas para matar.

El otro protagonista de este drama, Alfonso XII, era todo lo contrario de un rey absoluto que justificase el tiranicidio, como habían teorizado los tratadistas españoles en el siglo XVI. Educado en el exilio europeo tras el derrocamiento de Isabel II, el adolescente Alfonso se había beneficiado de un contacto con la realidad social impensable hasta entonces en un príncipe español. En Ginebra había asistido incluso a un colegio público, y culminó sus estudios en la academia militar de Sandhurst, en Inglaterra, cuna del parlamentarismo y ejemplo de monarquía donde el rey reina pero no gobierna. Precisamente allí hizo público el llamado Manifiesto de Sandhurst, una profesión de fe liberal que le abrió las puertas del retorno a España como rey constitucional, tras el frustrante interregno en el que se sucedieron los gobiernos militares provisionales, el breve reinado de Amadeo de Saboya y la I República.

Rey popular.

La vuelta del Borbón despertó el entusiasmo según pasaba por Barcelona, por Valencia y llegaba a Madrid, donde ya fue la apoteosis. El muchacho de 17 años, románticamente delgado, atractivo y elegante, recorrió la capital montado en un corcel blanco, rompiendo el protocolo con simpatía, como cuando se acercó a unas verduleras de la plaza de la Cebada que gritaban más que nadie y le confesaron: “Tenías que ver cómo gritábamos cuando echamos a la puta de Isabel II”.

Tras el baño de masas Alfonso XII se fue a la guerra contra los carlistas, donde se expuso con valor en primera línea y estuvo a punto de caer prisionero. La victoria sobre la sedición ultrarreaccionaria puso fin a la III Guerra Carlista, y también se terminó la I Guerra de Cuba en la Paz de Zanjón, lo que le valió a Alfonso el sobrenombre del Pacificador, aunque su mejor hazaña fue refrendar la Constitución liberal de 1878, que supondría la pacificación política de España durante cuatro décadas, tras los tres cuartos de siglo más violentos de nuestra historia.

Alfonso XII tenía la vena popular de los Borbones, a todo el mundo le hacía gracia que saliera de incógnito por las calles de Madrid para correr juergas nocturnas, y a nadie le parecía mal que tuviese como amantes a bellas y famosas cantantes. Cuando, desobedeciendo frontalmente al presidente del Gobierno, Antonio Cánovas del Castillo, se fue a Aranjuez, donde se había desatado una epidemia de tifus, para supervisar la atención a los enfermos, su popularidad llegó al cielo. A la vuelta, la multitud lo esperaba en la estación y, desenganchando a la fuerza los caballos del carruaje real, la gente lo arrastró a mano hasta el palacio.

Por eso no entendió Alfonso XII el calado político del atentado y pensó que se trataba de un perturbado. ¿Quién sino un loco iba a querer matar al rey más querido que ha tenido España? Su reacción fue por tanto compasiva. El Rey recibió en palacio al hermano del terrorista y a su abogado, que llevaban un pliego de 7.500 firmas pidiendo el indulto, y les prometió que intercedería por su vida. También se puso de su parte la hermana de Alfonso XII, la infanta Isabel, luego conocida por la Chata, la más castiza de los Borbones.

La candidez de los dos hermanos chocó sin embargo con el sentido político de Cánovas. El jefe del Gobierno y del Partido Conservador, auténtico artífice de la Restauración, era el mejor estadista de la historia de España y, aunque el atentado anarquista fuese toda una novedad, veía el peligro que se avecinaba.

El terrorismo anarquista, por justificada que estuviese la desesperación de una clase obrera explotada a niveles que hoy no podemos ni imaginar, iba a ser un flagelo para la sociedad española: dos atentados contra Alfonso XII, cinco contra Alfonso XIII, todos frustrados aunque dejando un reguero de víctimas colaterales, y tres jefes de gobierno asesinados, entre ellos el propio Cánovas, por no hablar de las bombas indiscriminadas en teatros, procesiones y lugares de gran afluencia de público, o de la ejecución de muchas autoridades, empresarios o agentes de la ley.

Cánovas por tanto no estaba dispuesto a perdonar al regicida, y excusándose con la independencia del Tribunal Supremo denegó el indulto. Oliva fue ejecutado a garrote en el Campo de Guardias, a las afueras de Madrid, el 4 de enero de 1879, y a Alfonso XII no le quedó más consuelo que conceder, de su propio peculio, una pensión a la hija del que había querido asesinarlo.

Antes de un año, el 30 de diciembre de 1879, un joven panadero gallego llamado Francisco Ortega emuló a Oliva disparando contra el Rey, que iba sin escolta, conduciendo su propio coche de caballos abierto en compañía de su recién casada segunda esposa, María Cristina de Habsburgo. Tampoco les acertó pero, como decía una publicación anarquista, “la acción, aunque fallida, abriría la veda en España para los magnicidios a manos de anarquistas”.

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