El otro presidente

16 / 02 / 2016 Luis Reyes
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Montgomery, Alabama, 18 de febrero de 1861. Jefferson Davis es proclamado presidente de la Confederación.

Barack Obama ostenta el título de 44º presidente de Estados Unidos, pero en realidad ha habido 45 presidentes. Igual que sucedió con la Iglesia en el siglo XIV, cuando había un Papa en Roma y otro en Avignon, en el momento más tumultuoso de la historia de EEUU, en la guerra civil o de Secesión, hubo dos presidentes rivales en el Norte y en el Sur, Abraham Lincoln y Jefferson Davis. Si Plutarco resucitase escribiría sin duda unas Vidas paralelas sobre Lincoln y Davis, pues el destino de estos dos antagonistas no pudo ser más coincidente. Nacieron casi a la vez en Kentucky, a solo 100 millas uno del otro, distancia nimia en la inmensa Norteamérica, pero sus respectivas familias emigraron de un Estado a otro, de acuerdo con el espíritu pionero de aquella sociedad. Y su primera experiencia bélica fue común, la guerra de Halcón Negro contra los indios.

Ambos fueron grandes patriotas, honestos políticos al servicio de los intereses de la nación, aunque los concibiesen de forma opuesta; los dos magníficos tribunos, caudillos carismáticos, el alma de la resistencia en sus respectivos bandos en la guerra civil, y sobre ambos cayó la desgracia al terminar la contienda, en forma de atentado magnicida para Lincoln, de inhumana prisión para Davis; hoy día Jefferson Davis es tan reverenciado en los Estados del Sur como Abraham Lincoln en el resto. Y para culminar estas Vidas paralelas, contemplen los retratos de los dos presidentes y digan cuál es cuál sin leer el pie de foto... ¡Eran dos gotas de agua!

Muchas otras cosas y muy importantes los separaron, obviamente. Lincoln era de familia modesta, trabajó duro para ganarse la vida, no recibió educación y llegó a la edad adulta sabiendo solo “leer, escribir y contar, y hasta la regla de tres, pero nada más”, según él mismo. La familia Davis en cambio poseía plantaciones y esclavos, y Jefferson respondía a la imagen del “caballero del Sur”. Pero además ostentaba todos los títulos de lo que constituía la aristocracia estadounidense: su padre combatió en la Guerra de Independencia, sus hermanos mayores en la guerra contra los ingleses de 1812; su primera mujer fue hija de un presidente de EEUU, la segunda, nieta de un gobernador de New Jersey; y él mismo fue coronel, diputado, senador y ministro del Gobierno de Washington.

Destino. Jefferson Davis nació en 1808, décimo hijo de Samuel Emory Davis, que lo bautizó Jefferson en recuerdo del padre de la patria Thomas Jefferson, autor de la Declaración de Independencia y tercer presidente de EEUU. Ese gesto parecía marcarle ya un destino al benjamín de los Davis, que recibiría una educación poco convencional pero esmerada: a los 7 años lo mandaron a un colegio de dominicos –las escuelas católicas gozaban de prestigio– sin importar que fuese el único niño protestante. Aquí surge otra coincidencia con Lincoln que no es
 anecdótica en una sociedad tan religiosa como la estadounidense: ninguno de los dos fue devoto de ninguna iglesia.

Jefferson fue a la universidad y a la academia militar de West Point. Su primer destino fue el Oeste, y luchó en la llamada Guerra de Halcón Negro (por el famoso jefe indio, que daría nombre al helicóptero Black Hawk) con Zachary Taylor, que se convertiría en su suegro y presidente de EEUU. Como este no quería para su hija la vida de una esposa de militar en la frontera india, Davis dejó el Ejército para convertirse en plantador, aunque su mujer, Sara, murió al poco tiempo. Sumido en el dolor, se mantuvo apartado del mundo siete años, dedicado a su plantación, que llegó a tener 113 esclavos, lo que le hacía un magnate. Como hombre ilustrado, entretenía sus ocios estudiando Derecho Constitucional (se convertiría en una autoridad) y leyendo literatura de todo el mundo, lo que junto con sus viajes al extranjero (visitaría cinco veces Europa) le convirtió en el más cosmopolita de los políticos americanos del XIX.

Abandonó su reclusión para dedicarse al servicio de la nación. En 1845 fue elegido diputado por Mississippi y se casó de nuevo con una aristócrata de 17 años, pero renunció a su escaño para reincorporarse al Ejército con ocasión de la guerra de México, que le convirtió en un héroe popular, cuyas hazañas recogían incluso los periódicos europeos.

Militaba en el Partido Demócrata y era firme partidario de la autonomía de los Estados, aunque también era defensor de la Unión, convencido de que los Estados Unidos tenían un destino común y que todos juntos alcanzarían la grandeza en la Historia. Al plantearse el conflicto entre los Estados esclavistas del Sur y los abolicionistas del Norte tuvo su corazón dividido, e hizo campaña en contra de la Secesión; cuando Carolina del Sur dio el primer paso en este sentido, abandonando la Unión en diciembre de 1860, Jefferson Davis condenó la decisión. Sin embargo, reconocía y mantenía que Carolina o cualquier otro Estado tenía derecho a abandonar Estados Unidos, basándose no en la pasión ni el interés particular, sino en su profundo conocimiento del Derecho Constitucional americano. Cuando su propio Estado, Mississippi, decidió separarse, acató la decisión y, en lo que llamó “el día más triste de mi vida”, 21 de enero de 1861, se despidió del Senado de Estados Unidos con un emotivo discurso.

Unos días después, los secesionistas, que habían formado los Estados Confederados de América, le reclamaron para asumir la presidencia de la Confederación, pues era el hombre público más prestigioso de todo el Sur. A las dos semanas su vida paralela, Abraham Lincoln, asumió la presidencia en el Norte. En tres meses estallaría la guerra civil.

Las posturas de ambos, no sobre la esclavitud, que siempre fue negociable, sino sobre el derecho a separarse o no de los Estados, hizo imposible el compromiso. Al tronar el cañón, la misma energía que había puesto Davis en impedir la secesión y la guerra, la puso en ganarla. Pese a la inferioridad del Sur, Jefferson Davis le insufló fuerzas que le hicieron resistir cuatro años frente al poderoso Norte. Incluso cuando el general Lee, viéndolo todo perdido, se rindió, el presidente Davis no aceptó la capitulación del Ejército y pretendió continuar la lucha.

Fue capturado y durante dos años padeció durísimas condiciones de prisión, con grilletes en los pies, pues le acusaron de participar en el asesinato de Lincoln, algo de todo punto absurdo. Al final se impuso el sentido común y lo liberaron, marchándose a Canadá a reponer su quebrantada salud. Quedó en suspenso su procesamiento, pero el juicio nunca tuvo lugar, pues su fama como constitucionalista hizo temer al Gobierno que, ante el tribunal, demostrase el derecho de los Estados a la secesión.  

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