El motín del té
Boston, 16 de diciembre de 1773. Americanos disfrazados de indios arrojan al agua un cargamento inglés de té.
Una taza de té puede costar un imperio. Esa idea atormentaba los días de melancolía que, entre crisis de locura vesánica, fueron la vida del infortunado rey Jorge en sus últimos 30 años de vida. Jorge III de Inglaterra pasaría a la Historia como “el rey que perdió América”, la más importante colonia británica, y él era consciente de ello cuando podía razonar. Y todo porque el Parlamento de Londres había aprobado la Ley del té.
El motín del té de Boston se considera, en efecto, el inicio de la lucha por la independencia de las Trece Colonias norteamericanas que luego formarían los Estados Unidos, porque las sanciones que aplicó el Gobierno inglés –incluido el cierre del puerto de Boston– soliviantaron a los americanos y se entró en una espiral que llevaría a la guerra. En realidad el motín fue un golpe de mano de un gang de contrabandistas de té locales que, para eliminar la competencia del té legal de la Compañía de Indias, arrojaron al agua un cargamento de dicho producto llegado al puerto de Boston.
El asunto tuvo algo de espectáculo bufo, pues los contrabandistas iban disfrazados de indios, pero con unos disfraces que no engañaban a nadie, como si no pretendieran ocultar su identidad a la Policía, sino darle un toque de irreverencia carnavalesca a su enfrentamiento con la autoridad. Sin embargo, para Estados Unidos es un mito fundacional al que llaman “the Boston Tea Party”, que es algo así como “la invitación a tomar el té de Boston”, como si hubiera sido una invitación a la nación americana (que aún no era nación) a entrar en la Historia como protagonista, a gobernar sus propios destinos. El acontecimiento conserva un profundo valor icónico en la memoria colectiva; no es casualidad que el movimiento de la derecha profunda norteamericana que abomina de “los políticos”, el Gobierno de Washington y los impuestos en general, haya adoptado el nombre de Tea Party. Pero en realidad la independencia de los Estados Unidos no fue provocada por la importación del té, sino por una pugna por las libertades políticas que había empezado ocho años atrás.
En 1765 el Gobierno inglés decidió que los colonos norteamericanos contribuyeran al mantenimiento del Ejército inglés en América con un nuevo impuesto. Sin tener en cuenta la opinión de los afectados, el Parlamento de Westminster dictó la Ley del timbre, que obligaba a utilizar en las Trece Colonias un papel timbrado por el que se pagaba una tasa. Ese papel oficial era obligatorio en multitud de casos, desde cualquier documento legal hasta los periódicos, pasando por los naipes de la baraja.
La conmoción fue honda en las Trece Colonias, cuyos habitantes habían alcanzado en esa época un alto grado de autoestima. Los norteamericanos estaban habituados a enfrentarse con la naturaleza y a hacer la guerra contra los indios. Se sentían realmente individuos libres, capaces de gobernar eficazmente sus comunidades y de defender sus derechos con su propio fusil. La Ley del timbre no suponía simplemente una subida de impuestos, era un ataque al principio político de “No taxation without representation” (no se pueden admitir impuestos si el ciudadano no los ha aprobado mediante el voto de sus representantes), algo que estaba enraizado en las viejas libertades medievales, cuando el rey tenía que reunir a las Cortes para que aprobasen los tributos.
Samuel Adams
El movimiento de oposición fue general y en muchos casos violento. Samuel Adams, filósofo y político bostoniano que sería uno de los padres fundadores de los EEUU, creó en su ciudad la sociedad secreta Sons of Liberty (hijos de la libertad), cuyo lema era precisamente “No taxation without representation”, y que sería el modelo de activismo fuera de la ley para los agitadores de toda Norteamérica. No era una organización estructurada y permanente, sino que en los años siguientes surgían como hongos Sons of Liberty en cualquier momento y lugar donde quisieran enfrentarse a las autoridades.
Más formal resultaría el congreso que se reunió en Nueva York y al que acudieron representantes de una decena de colonias, aunque lo hiciesen al margen de la legalidad. Fue un auténtico ensayo de soberanía norteamericana, que rechazó la Ley del timbre y de hecho declaró la guerra económica a Inglaterra. Los americanos no comprarían bienes procedentes de la metrópoli, un boicot comercial que fue generalmente observado y resultó muy eficaz. En Londres los empresarios, que vieron desaparecer un mercado de la noche a la mañana, presionaron al Gobierno, que hubo de dar marcha atrás. Renunció al cobro del papel timbrado, aunque advirtiendo que el Parlamento de Westminster tenía derecho a imponer sus leyes sobre las colonias. El hacha de guerra seguía por tanto
desenterrada, aunque la primera batalla la hubieran ganado los que se llamaban a sí mismos “patriotas”.
Los hijos de la libertad no descansaron en los años siguientes, había constantes provocaciones a las autoridades y una alta dosis de demagogia. En 1770 una turba de gamberros, sin provocación previa, apedreó a unos soldados ingleses, que finalmente se defendieron disparando contra los alborotadores. El incidente fue inmediatamente calificado como la “masacre de Boston” y así ha pasado a la historia de EEUU, aunque en realidad solo murieron cinco personas. Los soldados fueron además sometidos a juicio, y significativamente asumió su defensa el más eximio patriota, John Adams, futuro padre de la Constitución y presidente de los Estados Unidos. Pero entre agravios reales e imaginarios, entre exigencias de derechos razonadas y palabrería incendiaria, la brecha entre la Corona británica y sus súbditos norteamericanos era cada vez más ancha.
El Liberty
Cuando un barco contrabandista llamado irónicamente Liberty fue apresado por la Armada inglesa, fue también John Adams quien defendió a su propietario, John Hancock, que se había convertido en el hombre más rico de las Trece Colonias precisamente con el contrabando de té holandés. Muchos comerciantes norteamericanos sacaban pingües beneficios de esta actividad ilegal, vendiendo un té más barato que el que llegaba de Inglaterra con todas las de la ley, y formaban un grupo de presión notable. Fueron ellos en realidad los únicos perjudicados por la Ley del té que se dictó en 1775, que no suponía un aumento del precio del té, sino lo contrario, su abaratamiento en América. La Ley del té se dictó para salvar de la bancarrota a la Compañía de las Indias Orientales, cuya quiebra habría supuesto una catástrofe financiera en Inglaterra, pues era el primer valor de la Bolsa de Londres. La nueva norma le permitía a la Compañía vender el té que traía de la India directamente en Norteamérica, sin pagar aranceles. Es decir, ponía al alcance de los consumidores norteamericanos un té más barato y de mejor calidad que el té holandés de contrabando.
No se trató por tanto de una reacción popular a la subida del precio del té lo que provocó el motín, como muchos creen, sino una montaje de los contrabandistas de té para defender su negocio ilegal. Que el jefe de la mafia contrabandista, John Hancock, esté considerado un “padre de la patria”, y se convirtiese en presidente del Congreso que proclamó la independencia y general en jefe de la milicia que combatió al Ejército inglés, hace más comprensible que un individuo con turbios antecedentes financieros como Donald Trump llegue a la presidencia de los Estados Unidos.