El marqués de Villaverde, primer conquistador de Madrid

28 / 08 / 2006 0:00 Luis Reyes
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España fue una superpotencia hasta la segunda mitad del XVII. La decadencia se hizo evidente cuando Madrid cayó ante un ejército invasor.

26/06/06
Nunca, desde que Felipe II la hiciese Corte permanente, había conocido Madrid un ejército invasor. Los madrileños no podían, por tanto, dar crédito a sus ojos cuando vieron entrar en tromba a 2.000 jinetes por la vega del Manzanares. Al frente de ellos venía el marqués de Villaverde, un noble aragonés, pero los soldados eran ingleses, holandeses y portugueses. Formaban la avanzada del ejército llamado aliado, que había invadido España desde Portugal, y que dos días después entró en la Villa y Corte, en uno de los episodios más dramáticos de la Guerra de Sucesión española.
Guerra Civil.
La Guerra de Sucesión (1704-1713) fue una guerra civil entre partidarios del primer Borbón, Felipe V, a quien Carlos II había nombrado heredero, y los del Archiduque Carlos, el pretendiente austriaco. Pero fue también una auténtica guerra mundial, pues se vieron implicadas todas las grandes potencias. Para hacer más agrio el conflicto interno, el austriaco logró el apoyo de Aragón, Cataluña y Valencia, hostiles al centralismo borbónico. En Barcelona le proclamaron rey con el nombre de Carlos III. Pero los castellanos permanecieron fieles a Felipe V, que llevaba varios años reinando.
Una de las razones de esa lealtad al Borbón es que el Archiduque había llega- do al frente de un ejército de ingleses y holandeses, es decir, de protestantes. Los saqueos de iglesias y las violaciones de monjas, reales o exagerados, se achacaron al odio de los herejes a la religión católica. Curas y frailes movilizaron su poderosa influencia frente a la “invasión luterana”. Fray Eusebio de la Santísima Trinidad, desde el púlpito, comparaba a Felipe V con Jesucristo, a su abuelo Luis XIV con Dios Padre, y a su esposa con el Espíritu Santo.
Patriotismo y religión se mezclaron como pasaría un siglo después en la Guerra de Independencia y dieron también origen a una resistencia popular insólita en otros países. Mientras la aristocracia de la Corte nadaba entre dos aguas –muchos siguieron a Felipe V, que había abandonado Madrid, pero despacito, despacito, calculando si convenía volver con el pueblo madrileño decidió hacerle la vida imposible al invasor.
Sabotaje.
Cada noche, cuando los soldados extranjeros iban a las tabernas, los madrileños provocaban peleas o les tendían emboscadas, con un goteo constan te de muertos. Se formaron patrullas de militares y de ciudadanos de orden, pero los únicos paisanos que se apuntaron a ellas fueron los catalanes residentes en Madrid, lo que exacerbó aún más las inquinas propias de una guerra civil.
Sin embargo, la forma más dañina de resistencia fue la desarrollada por las prostitutas. Según cuenta el marqués de San Felipe, un contemporáneo que escribió Comentarios de la Guerra de España,“ las mujeres públicas tomaron el empeño de acabar, si pudiesen, con este ejército (...) y se aderezaban con aceites y olores las más enfermas para contaminar a los que aborrecían, vistiendo traje de amor el odio; no se leerá tan impía lealtad en Historia alguna”.
Las enfermedades venéreas mandaron a los hospitales a más de 6.000 soldados, “la mayor parte de los cuales murieron”. Teniendo en cuenta que el ejército invasor contaba con 30.000 hombres, las prostitutas madrileñas fueron un arma biológica de destrucción masiva, que acabó con un quinto de los ocupantes. Al fin, la hostilidad popular, los guerrilleros y la amenaza de un ejército francés, mandado por Luis XIV para apoyar a su nieto, hicieron que el ejército ocupante abandonase Madrid el 4 de octubre.
Fama efímera.
Al año siguiente las armas borbónicas obtendrían una clara victoria militar en Almansa, pero la suerte de la guerra siguió oscilante durante varios años. En 1610, el Archiduque volvería a tomar Madrid, pero nada se puede comparar a la conmoción de aquel 27 de junio de 1706, cuando la capital de un reino que se creía superpotencia fue invadida por el marqués de Villaverde. Éste lograría así su día de fama, gloria efímera, pues luego desaparece de los libros. Pasarían dos siglos antes de que un marqués de Villaverde volviese a figurar en la Historia de España. Fue también un conquistador, pero no guerrero, sino galante. Cristóbal Martínez-Bordiú, 10º marqués de Villaverde, logró en 1950 la mano de Carmencita Franco, la única hija del dictador, agregando a sus títulos heredados el de Yernísimo del Caudillo. En la amordazada España de la dictadura, también se le otorgó un título que se decía por lo bajo: marqués de Vespaverde, porque su suegro le adjudicó a dedo la concesión de las famosas motos Vespa.
Martínez-Bordiú se convirtió en carne de chiste, era el personaje grotesco en el temible casting de la dictadura franquista. Quiso pasar a la Historia como el pionero del trasplante de corazón en España, pues era cirujano, pero al final se le recuerda porque vendió a la prensa las morbosas fotos de la agonía de Franco, y fue a gastarse a Miami lo que había sacado de España por ser Yernísimo.
Felipe V, boca abajo.
Aragoneses, catalanes y valencianos apoyaron al Archiduque. En el Museo del Almudín de Játiva hay un curioso recuerdo de ello: el retrato de Felipe V colgado cabeza abajo, en señal de escarnio. El Borbón había incendiado Játiva en 1707, pero la idea de colgarlo de forma irreverente fue de un concejal falangista en la posguerra, cuando la Falange le hacía una guerra mediática despiadada a la dinastía borbónica, para impedir –lo que no logró– su vuelta al trono.

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