El gusto del Príncipe

01 / 10 / 2013 11:33 Luis Reyes
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Valladolid, 2 de octubre de 1548 · Felipe II inicia el “felicísimo viaje”, que le llevaría a enamorarse del arte de Italia y Flandes.

Ningún rey de España ha sido tan denostado como Felipe II. La razón es obvia, fue el soberano más poderoso de su tiempo, regía un imperio mundial y por tanto tenía enemigos en todo el mundo, o todo el mundo era su enemigo.

No solamente venció al Turco en Lepanto y combatió sin cuartel a los protestantes sublevados en los Países Bajos, también le hizo la guerra al Papa, y el duque de Alba habría asaltado Roma si Paulo IV no se hubiera humillado ante el español. Invadió varias veces Francia y ocupó París durante cuatro años con intención de hacer reina de Francia a su hija Isabel Clara Eugenia; fue rey de Inglaterra hasta que murió su esposa, María Tudor, y luego intentó invadirla con la Armada Invencible; impuso manu militari su mejor derecho dinástico a la corona de Portugal y sus Indias, agregándolos a la monarquía española que así llegó a la India, Malasia y China.

También se enfrentó a graves conflictos en España, empezando por su propia casa: encarceló por desleal a su hijo y heredero, don Carlos, que murió en prisión, y el enfrentamiento con su mano derecha, el secretario de Estado Antonio Pérez, terminó con un conato de sublevación de la corona de Aragón. Fue precisamente Antonio Pérez quien proporcionó informaciones a los enemigos de Felipe II, dando origen a la Leyenda Negra.

La Leyenda Negra configuró un personaje siniestro, el Demonio del Mediodía, que el Romanticismo aprovechó y convirtió en tenebroso en el Don Carlos de Schiller y en la ópera de Verdi. Los viajeros románticos que visitaban España alimentaban esa imagen al ver un Escorial que, tras el expolio y la destrucción de los franceses, estaba abandonado y decadente. En España se asumió este tópico y para el pensamiento progresista Felipe II ha sido el paradigma de la España Negra, de la intolerancia religiosa y el despotismo político, “un fanático sentado como una araña negra en sombría celda del Escorial”, en frase del inglés J.H. Plumb.

Sin embargo la Historia es siempre compleja, no admite las simplificaciones maniqueas. No se puede despachar una figura histórica de la importancia universal de Felipe II con versiones de la parte adversaria, como tampoco son de fiar los panegíricos de sus cortesanos. Dejando para otra ocasión los juicios sobre las actuaciones políticas de Felipe II, ahora nos interesa contrastar esa idea de “la araña negra del sombrío Escorial”, con las aficiones artísticas de un monarca que nos ha legado un gran tesoro, estimulados por la exposición del Palacio Real Del Bosco a Tiziano, arte y maravilla en El Escorial (ver recuadro).

Felipe II fue el primer rey español coleccionista de arte. Aunque Isabel la Católica tenía retratos y pinturas religiosas de pintores flamencos e hispano-flamencos, y Carlos V le encargó muchos cuadros a Tiziano, hasta Felipe II no hubo un monarca realmente aficionado al arte, con un gusto definido y un afán de coleccionista que seguía el modelo de los príncipes mecenas renacentistas.

El gusto del príncipe se formó cuando Felipe era un joven heredero de 20 años y emprendió un viaje por media Europa para reunirse con su padre, Carlos V. El periplo, titulado El Felicísimo Viaje por el cronista Calvete de la Estrella, duró tres años y empezó por la Italia del Renacimiento tardío, que deslumbró a Felipe. Se sintió seducido por una pintura que todavía no se veía en España, todo ese arte erótico del desnudo que aparecía en los cuadros de mitologías.

No importa que Felipe II fuera un ferviente católico para que le gustara tener bellos cuerpos femeninos en contemplación, de esa afición participaban en Italia cardenales y papas. El cardenal Farnese, por ejemplo, pidió a Tiziano que retratase a su amante como una Dánae tan lujuriosa que el obispo de Benevento, que hacía de intermediario, le escribió al cardenal que a su lado “la Venus de Urbino parece una monja teatina”. Sin llegar a estas extravagancias, Felipe II encargó a Tiziano siete poesías, forma elíptica de designar cuadros de donne nude (mujeres desnudas) protagonizando mitologías.

Sin que eso le pareciese a nadie contradictorio, el rey también comisionó a Tiziano, que era el pintor más famoso y cotizado de su tiempo, para una extensa serie de obras devocionales con destino al monasterio del Escorial, una auténtica cumbre de la pintura religiosa. El concepto del decoro elaborado en el siglo XVI hacía que todo fuese admisible con tal de que estuviera en el lugar y circunstancia apropiados. No sabemos dónde guardaba de la curiosidad pública sus poesías Felipe II, pero su nieto Felipe IV las tendría “en el cuarto donde se retira Su Majestad después de comer”, donde muy privadamente alegraban sus siestas. Entre las dos series tan opuestas de pintura sacra y erótica, Felipe II reunió la mayor colección de tizianos del mundo, que hoy disfrutamos en Madrid. Y la misma herencia única nos ha llegado de algunos genios de la pintura flamenca.

El embrujo de Flandes.

Si Italia deslumbró al príncipe Felipe en su Felicísimo Viaje, los Países Bajos le maravillaron. No solo la pintura flamenca, toda la cultura de Flandes le conquistó: el espectáculo del agua domada por el hombre, la música, la etiqueta, los palacios, los jardines... Cuando volvió a España se trajo jardineros flamencos y recreó el ambiente de allí en Aranjuez y El Escorial. También hizo venir a la Corte al mejor retratista flamenco, Antonio Moro, que se convirtió en pintor del rey, sucedido luego por su aventajado discípulo español, Sánchez Coello, formado en su estudio de Flandes.

Felipe II desarrolló en los Países Bajos una auténtica campaña de acumulación de arte. Compró lo que pudo –y podía mucho– de los mejores primitivos flamencos, gracias a lo cual tenemos en el Prado una fabulosa colección con cuadros como El Descendimiento, la obra cumbre de Van der Weyden, y las que no pudo comprar, como el retablo del Cordero Místico de San Bavón, de Van Eyck, las hizo copiar. Pero sobre todo se sintió subyugado por dos pintores modernos, el Bosco y Patinir, dos genios de los que la mayor parte de su obra se encuentra hoy repartida entre el Escorial y el Prado. Patinir está considerado el inventor del paisaje como género pictórico, pues las escenas religiosas de sus cuadros parecen una excusa para retratar una naturaleza onírica, fascinante, de un cautivador e irreal tono azul.

El Bosco es sin duda el pintor más desconcertante de la colección del Rey, un adelantado del surrealismo cuyas famosas fantasías, como El jardín de las delicias, son laberintos de seres monstruosos, entre la pesadilla y el humor más extravagante. No era un pintor que estuviese al alcance del gusto de cualquiera, producía poco y era la cultivada aristocracia flamenca quien lo compraba. Al estar en esas manos le fue relativamente fácil a Felipe II, cuya educación humanista le permitía apreciarlo, hacerse con la mayor colección de boscos del mundo.

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