El español que penetró África

01 / 12 / 2015 Luis Reyes
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Guinea, 28 de noviembre de 1884. Iradier regresa tras consolidar la única colonia de España en África

Manuel Iradier, equipado para la exploración.

Cuando tenía solo 14 años Manuel Iradier anunció en una conferencia que iba a explorar el África ignota. En el XIX los europeos sentían la llamada de lo desconocido y lo arduo, querían descubrir Troya, llegar al Polo, hollar la ciudad prohibida de La Meca, sin dar importancia a sacrificios y riesgos. Iradier pertenecía a esa raza en un siglo en que los españoles estaban enfrascados en los terribles conflictos internos y salían poco de sus fronteras. El mismo Iradier, antes de llevar a cabo sus fantasías infantiles, tuvo que combatir en la III Guerra Carlista: durante dos años luchó en el Batallón de Voluntarios de la Libertad defendiendo Vitoria de los carlistas.

Stanley. Sin embargo, su compromiso con la causa del liberalismo no le hacía olvidar sus sueños. Un día feliz de 1873, el voluntario se encontró con un corresponsal de guerra, enviado especial del New YorkHerald, llamado Henry Morton Stanley, el hombre que había encontrado al doctor Livingstone perdido en África. Le contó el proyecto que perfeccionaba desde niño, atravesar el continente del cabo de Buena Esperanza hasta Trípoli. El experimentado Stanley transmitió un poco de sentido común al joven Iradier. Le dijo que abordara África por el centro, tomando como base la isla de Fernando Poo, la única colonia española, para obtener alguna ayuda del Gobierno y extender el área de influencia de España al continente.

A los 20 años, Iradier había hecho la guerra, se había licenciado en Filosofía y Letras, había fundado en Vitoria una sociedad de africanistas llamada La exploradora, había ingresado en la masonería, se había casado y había reunido 10.000 pesetas para una expedición que zarpó de Cádiz en enero de 1875. Iban también Isabel de Urquiola, con la que acababa de casarse ex profeso para que pudiera acompañarle, y su cuñada Juliana, dos chicas de 20 y 17 años, hermanas de un miembro de La exploradora que acudían a las reuniones africanistas y sintieron la llamada de la aventura. Ya había mujeres excepcionales adelantadas a su tiempo que rompían los moldes sociales.

Los expedicionarios montaron su base en la islita de Elobey el Chico, vecina a la desembocadura del río Muni, en donde Isabel daría a luz una niña. Mientras ellas realizaban observaciones meteorológicas, Iradier se internó por el Muni con una barca a la que bautizó La Esperanza; su único apoyo era el de un criado nativo llamado Elombuangani. Recorrió 1.876 kilómetros y sin ser cartógrafo, ni antropólogo, ni lingüista, ni astrónomo, trajo de su expedición la primera cartografía de la zona, informes de las costumbres y comercio de numerosas tribus, con sus vocabularios y gramáticas, y observaciones astronómicas.

El precio a pagar fue alto: padeció terribles fiebres –se piensa incluso que fue envenenado por alguna tribu hostil–, su hijita murió y a raíz de esa desgracia su bella historia de amor juvenil con Isabel dio paso a un matrimonio resentido, y perdió la complicidad con la que debería haber sido su compañera de aventuras.

A su regreso a España, Manuel Iradier publicó el resultado de su exploración y llamó la atención de quienes miraban más allá de los estrechos límites peninsulares. Pero ese viaje no había sido para él más que la preparación de uno mucho más ambicioso, una expedición hasta la región de los Grandes Lagos, cuyo fruto debería ser un imperio colonial español en el centro de África. “El porvenir de España está en África”, fue el lema que adoptó La exploradora. Las fuerzas de una sociedad provinciana no eran suficientes para tamaña empresa, pero entonces llegó la propuesta de la Sociedad Geográfica de Madrid, entidad mucho más poderosa impulsada por personalidades como Fermín Caballero o Segismundo Moret, y presidida por Cánovas del Castillo, brillante historiador además del gran estadista que había diseñado la Restauración y, en esos tiempos, muchas veces jefe del Gobierno.

Inventor. La oferta era colaborar con La exploradora –o sea, con Iradier– en realizar una o dos expediciones al África continental para “proceder inmediatamente a la fundación de varias estaciones civilizadoras y factorías mercantiles”. Ese pragmatismo convenció a Iradier: “La Sociedad Geográfica de Madrid ha comprendido perfectamente nuestra verdadera situación colonial y el bochornoso estado en que nos encontramos ante los ojos de las demás naciones”, fue su respuesta, y comenzaron los preparativos para la nueva exploración.

Iradier no se vería en la romántica soledad del anterior viaje, solo acompañado por dos muchachas, pues ahora se le sumó Amando Osorio, un médico naturista asturiano, miembro de otro grupo explorador animado por Joaquín Costa, la Sociedad de Africanistas y Colonistas, y ya sobre el terreno se les agregaría un tercer mosquetero, José Montes de Oca, capitán de fragata que ejercía de gobernador de Fernando Poo.

La exploración se realizó en 1884, aunque era ya tarde, las grandes potencias, Inglaterra, Francia y Alemania, habían ocupado la mayor parte del territorio continental que pretendía España. No obstante se consiguió lo que se pudo y, mediante tratados con un centenar de jefes indígenas que reconocían formalmente la soberanía española, se consolidó el dominio de 14.000 kilómetros cuadrados (como la mitad de Bélgica) alrededor del río Muni, que formaría la colonia de Guinea Ecuatorial. Además, de acuerdo con el espíritu científico que tenían aquellos exploradores, se realizaron investigaciones astronómicas, antropológicas y naturalistas. Entre otras cosas descubrieron tres especies de mariposas, que bautizaron Oxyrrheppes Iradieri, Playphullum Ossoriori y Mustius Zabalius Guineensis.

Manuel Iradier regresó a España con la salud tan quebrantada que nunca más podría intentar otra expedición, pero ya era el más importante explorador español del África. Demostrando la fecundidad de su espíritu entró entonces en otra categoría de pioneros de aquel tiempo, los inventores. Inventó una caja tipográfica para composición, un contador automático de agua, un fototaquímetro y accesorios fotográficos, investigó la espectrografía, el movimiento oscilante, la atmósfera lunar o la topografía de Venus, manteniendo correspondencia con Flammarion, el astrónomo más célebre de su época. Pero su vida familiar nunca se recompuso y murió solo y olvidado en 1911.

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