El asalto al Palacio de Invierno

07 / 11 / 2011 13:23 Luis Reyes
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Petrogrado, 7 de noviembre de 1917 · Los bolcheviques toman el poder, cambian la Historia y crean un mito revolucionario.

Es el triunfo de la Revolución, la culminación del proceso de lucha por el poder, de lo que el periodista americano John Reed, que estaba allí, llamaría Diez días que estremecieron al mundo. El asalto al Palacio de Invierno es también el punto culminante de una película mítica, Octubre, del genio del cine soviético Sergei Einsenstein.

Película mítica en un doble sentido, para el cine, pues se convierte en una obra maestra del séptimo arte, y para la Historia, pues crea uno de los más queridos mitos revolucionarios, el del glorioso y dramático asalto a aquel edificio que simbolizaba la barrera a la Revolución, el fastuoso palacio repleto de signos zaristas donde parecía encontrarse cómodo el Gobierno moderado de Kerenski. Viendo las secuencias del asalto en Octubre se asiste al derribo de los emblemas del Zar, águilas bicéfalas y coronas, cuando en realidad el zarismo había caído definitivamente nueve meses atrás.

Tras la revolución de febrero de 1917 que destronó al Zar, en Petrogrado (como se había rebautizado a San Petersburgo durante la Primera Guerra Mundial) surgieron dos centros de poder. El Gobierno Provisional estaba formado por liberales burgueses y socialistas moderados. El Soviet (consejo de trabajadores) de Petrogrado reunía a las fuerzas socialistas, entre las que poco a poco su fue imponiendo el ala más radical, los bolcheviques.

A primeros de julio los bolcheviques intentaron tomar el poder por las armas, pero fracasaron. Asumió entonces la presidencia del Gobierno un ministro socialista moderado, Kerenski, convertido en el hombre fuerte. Pero Kerenski quería mantener a Rusia en la Gran Guerra, y cuando dio orden de que fuera al frente la guarnición de Petrogrado –que había impedido el golpe bolchevique de julio-, los soldados le retiraron su apoyo y se pasaron a los bolcheviques, que prometían la paz inmediata.

Octubre.

A primeros de noviembre de 1917, octubre para los rusos, que seguían el calendario juliano (en adelante daremos las fechas rusas, puesto que la Historia la llama Revolución de Octubre), el Gobierno de Kerenski era una fruta más que madura, pasada, a punto de caer del árbol. El Gobierno se había instalado en el Palacio de Invierno, la fastuosa residencia imperial que hoy es Museo del Hermitage, y se reunía en el antiguo comedor del Zar, una habitación de un lujo extravagante, decorada con malaquita y oro. Tenía algo de simbólico aquel apego a un escenario del pasado, Kerensky sería barrido por la misma ola que sacó a Nicolás II de la Historia. El Soviet por su parte tenía una sede más austera, el antiguo Instituto Smolny. Allí llegó Lenin, disfrazado con peluca, en la noche del 24 al 25 de octubre, para empujar al Soviet al paso definitivo, el asalto militar a la sede gubernamental, la toma del poder por las armas; desde allí Trotsky controlaba y movía las fuerzas bolcheviques, la Guardia Roja, a la que se habían unido miles de soldados y marineros, hasta unos 40.000 hombres.

En el Palacio de Invierno, mientras tanto, había una patética falta de efectivos militares. Kerensky había reunido una pintoresca fuerza: 400 cadetes, algunos cosacos, un destacamento de ciclistas y, máxima extravagancia, un batallón femenino. Los primeros en desertar fueron los ciclistas, pasados al enemigo; luego los cosacos; por último los cadetes, que llevaban 24 horas sin comer porque nadie había previsto darles un rancho.

En el otro bando también había dificultades propias del caos del momento. Lenin ordenó que bombardeasen el Palacio de Invierno desde la fortaleza de Pedro y Pablo, pero los cañones estaban viejos o sucios y no funcionaban. Se procuraron entonces unos cañoncitos de instrucción, que sí funcionaban, pero no encontraron munición para ellos. Quisieron hacer desde la fortaleza la señal convenida con los marineros revolucionarios, una luz roja, para que el crucero Aurora abriese fuego, pero tampoco encontraron un farol de ese color...

Así, el dramatismo heroico con el que la propaganda vistió el asalto al Palacio de Invierno, fue derivando hacia la farsa en la realidad de los hechos. Incluso gestos gallardos como el del alcalde de Petrogrado, el venerable Grigori Shreider, que al frente de los concejales, desarmado y a cuerpo desnudo quiso evitar el asalto, terminaron como en una comedia. La comitiva municipal acudió al Palacio de Invierno cantando la Marsellesa, pero antes de llegar los paró un control de la Guardia Roja. El anciano alcalde exigió pasar o que los detuvieran a tiros. “No vamos a disparar contra gente desarmada”, le dijo el jefe del control. “¡Pues nosotros pasaremos! ¿Qué vais a hacer?”. Tras un instante de tensión el jefe resolvió: “Os daremos una azotaina”. Los guardias rojos se echaron a reír, y el heroico intento degeneró en escarnio.

Por fin, a las 21.40 del 25 de octubre, el crucero Aurora disparó una salva de artillería, dando la señal de asalto. Las ametralladoras de los coches blindados tabletearon, rociando de impactos las fachadas; en la fortaleza de Pedro y Pablo habían encontrado algunos proyectiles y abrieron fuego, y aunque solamente dos bombas alcanzaron el Palacio y no causaron casi daños, aquello quebró la moral del batallón femenino, abandonado por los hombres en la defensa. Hubo llantos y ataques de histeria y tuvieron que ser retiradas de las posiciones defensivas.

Historia y mito.

No hubo por tanto nadie que disparase desde el Palacio cuando varios miles de asaltantes se lanzaron contra él. Para hacer la defensa más ridícula, ni siquiera estaban cerradas sus puertas. El Gobierno mientras tanto estaba reunido discutiendo si nombraba un Dictador, como hacía la República romana cuando se encontraba en peligro. Un debate interrumpido cuando se abrió la puerta y entró un hombre con gafas y melena pelirroja, joven y de rasgos finos aunque con la camisa muy sucia. Era el jefe de la operación de asalto, Vladimir Antonov-Ovseenko, que pronunció las históricas palabras: “En nombre del Comité Militar Revolucionario les pongo a todos bajo arresto”. Se había producido el cambio de poder.

Pero el nuevo poder no tenía todavía el control, la situación se le fue de las manos a Antonov-Ovseenko, el Palacio de Invierno, con sus 1.500 habitaciones, le venía grande. Se produjeron pillajes de obras de arte, pero sobre todo de vajillas, alfombras, sábanas y cortinas, e incluso alguna violación de las muchachas del batallón femenino, escenas de indisciplina intolerables para la moral bolchevique.

Pero lo peor llegaría al descubrir el tesoro más profundo del Palacio. El edificio era una auténtica cámara de las maravillas: la colección de arte, joyas y objetos suntuarios de los zares, que hoy constituyen el Museo del Hermitage, se ha catalogado en tres millones de piezas. Pero nadie sabe los millones de botellas que había en las bodegas, algunas también obras de arte, como las de Château d’Yquem 1847, el vino favorito de Nicolás II.

Antonov-Ovseenko, en sus memorias, contaría descarnadamente los hechos: “El regimiento Preobrazhenski, que había mantenido la disciplina hasta entonces, se emborrachó completamente mientras montaba guardia en el Palacio. El regimiento Pavlovski, nuestro baluarte revolucionario, tampoco pudo resistir la tentación. Enviamos guardias escogidas entre diferentes unidades y también se emborracharon. Miembros de los comités de los regimientos se encargaron de la vigilancia y también sucumbieron. Los blindados que debían dispersar a la multitud empezaron a hacer eses... ‘Acabemos con los remanentes del zarismo’, fue la alegre consigna que se apoderó de la multitud. Tratamos de detenerla tapiando las entradas, pero se colaba por las ventanas. Intentamos inundar con agua las bodegas y los bomberos encargados de hacerlo se emborracharon”.

Así terminó la gran jornada revolucionaria.

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