Barba Azul

28 / 02 / 2017 Luis Reyes
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Versalles, 25 de febrero de 1922. Es guillotinado Landru, asesino de viudas ricas a las que proponía matrimonio.

Landru, sus víctimas y el escenario del crimen en una ilustración de la época, y Chaplin en su interpretación del asesino en serie

Charles Perrault ha pasado a la Historia como autor de Caperucita roja y Pulgarcito, La bella durmiente y La Cenicienta. En realidad lo que hizo fue codificar y editar Cuentos de la madre Oca, ocho relatos del acerbo popular, de la narrativa oral que pasaba de abuelos a nietos. Entre ellos hay sin embargo uno que contrasta con los demás por su falta de elementos fantásticos, por su crudeza naturalista. Es Barba Azul, crónica de un asesino en serie de mujeres.

Las raíces del mito de Barba Azul son ancestrales, y su versión más famosa es, desde luego, las Mil y una noches, aunque Perrault tenía ejemplos más cercanos. El más antiguo era un personaje de las leyendas bretonas altomedievales, el conde Conomor el Maldito, que asesinaba a sus esposas cuando se quedaban embarazadas, una forma radical de eliminar a los hijos que podrían desplazarlo al crecer. Entre las víctimas estaba Santa Trifina, virtuosa dama de la nobleza que frecuentaba la abadía de Rhuys, fundada por San Gildas. Conomor la degolló al saberla encinta, aunque San Gildas la resucitó para que diese a luz a su hijo. El niño, Tremeur, se crió con el santo en la abadía de Rhuys, pero un día se encontró en el campo con su padre, que adivinando quien era también lo degolló. Las imágenes de San Tremeur en las iglesias de Bretaña le representan decapitado y portando en la mano su propia cabeza. El folclore bretón ajustaría las cuentas al malvado Conomor, que aparece como un hombre-lobo.

Sin embargo el Barba Azul legendario no puede compararse al auténtico que nos ofreció la crónica de sucesos francesa ya en el siglo XX, Henri Desiré Landru. Cien, doscientas, trescientas, nadie sabe el número de mujeres que asesinó. La Policía calculaba entre 117 y 293 víctimas, pero fue a la guillotina solamente por el asesinato de once... Las que tenía apuntadas en su agenda.

La Gran Guerra había revalorizado mucho a los hombres vivos y en una pieza. La carnicería en los campos de Europa supuso la muerte de ocho millones y medio de varones jóvenes, un millón y cuarto de ellos franceses, además de otros tantos mutilados o con la salud quebrantada, de modo que cuando apareció en Le Journal un anuncio que decía: “Viudo, dos hijos, 43 años, solvente, afectuoso, serio y en ascenso social desea conocer a viuda con deseos matrimoniales”, centenares de mujeres le escribieron.

 

Vulgar estafador

El anuncio decía la verdad a medias, porque todo fraude tiene que ir rodeado de verdades. Henri Desiré Landru tenía la edad y los hijos que decía, era ciertamente afectuoso y se tomaba muy en serio su “trabajo”. Pero ni estaba viudo ni era solvente, aunque esperaba ascender socialmente desvalijando a sus víctimas. Había sido un estafador de poca monta hasta la guerra, hacía chanchullos de toda clase porque su sueldo de oficinista no le daba para sostener a su familia, y porque le gustaba vivir bien, vestir bien. Era en realidad un dandi, tenía una planta y una elegancia que no delataban sus humildes orígenes, y desde luego resultaba seductor para las mujeres, con su cuidada barba que compensaba su calvicie.

En 1909 encontró un vivero para un estafador, los anuncios de relaciones en la prensa. Respondió al de Mme Izoret, una viuda rica que cándidamente ofrecía su patrimonio al caballero que se convirtiese en alivio de su soledad. Landru se comprometió formalmente con ella, le sacó 20.000 francos y desapareció, pero Mme Izoret le denunció y fue condenado a tres años. Era la tercera vez que visitaba la cárcel, había intentado incluso suicidarse en prisión, aunque quizá fuera una farsa para que los psiquiatras recomendaran su libertad. Lo que no fue una farsa fue el suicidio de su padre, honrado trabajador abochornado por el desaprensivo hijo. En todo caso Landru decidió dar un giro a su carrera: las viudas acomodadas serían sus víctimas pero había que evitar que, despechadas, le denunciasen. Había que matarlas.

Quizá no se hubiera decidido si no hubiese estallado la Gran Guerra, pero enseguida la vida dejó de tener valor, los periódicos traían listas de miles de víctimas a diario (el promedio fue de 6.046 muertos cada día de contienda). ¿Qué importancia tenía añadir de vez en cuando una mujer insatisfecha a la lista? Esa fue la justificación moral que esgrimió el moderno Barba Azul.

Landru escogió entre las muchas respuestas a su primer anuncio a una viuda bastante atractiva que tenía 39 años y 5.000 francos. También tenía, por desgracia, un hijo de 17 años, de modo que el primer crimen probado de Landru fue doble. Descuartizó a la madre y al hijo y quemó sus restos en la chimenea. Era enero de 1915, quinto mes de la Gran Guerra. Tras alquilar varias viviendas con distintos nombres encontró en Gambais, cerca de París, su lugar ideal, una casita con amplio jardín que bautizó L’Ermitage. El horno del jardín era muy práctico para eliminar cadáveres.

Un día el alcalde de Gambais recibió una carta de una señora indagando por una amiga desaparecida, que mantenía relaciones con M. Dupont, de Gambais. Al poco recibió otra en los mismos términos de una hermana preocupada, aunque esta vez era un tal M. Frémyet. Escamado, puso en contacto a las dos familias, que descubrieron que los dos caballeros eran el mismo, y acudieron a la Policía. Pero Dupont-Frémyet había desaparecido sin dejar rastro.

Sin embargo la diosa Fortuna había abandonado a Landru. La amiga de una de las desaparecidas se lo cruzó cuando salía de una tienda en la elegante Rue de Rivoli. La Policía acudió a esa tienda, donde tenían las señas del caballero al que debían llevar sus compras. Y así fue detenido Landru en la casa de una amante joven y soltera, la bella Fernande Segret, “artista lírica de cabaret”, con la que se gastaba los ahorros de las viudas. La Policía encontró en L’Ermitage 295 huesos humanos semicalcinados, kilo y medio de cenizas y 47 dientes de oro. Lo suficiente para mandarlo a la guillotina.

La fascinación que Landru ejerció sobre el público daría lugar a una obra maestra del cine, Monsieur Verdoux (1947), dirigida y protagonizada por Charles Chaplin, que por una vez quiso hacer de malo de la película.

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