A la revolución por la prostitución

11 / 10 / 2016 Luis Reyes
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Rosario, Argentina, 8 de octubre de 1932. La mafia prostibularia asesina al periodista Silvio Alzogaray

“Nunca como hoy Rosario merece ser llamada la Chicago argentina”, así empieza la crónica del asesinato de Silvio Alzogaray, corresponsal de La Crítica, que relata cómo lo han acribillado a tiros, siete balazos a la puerta de su pensión. Será otro crimen sin resolver, lo habitual en esa ciudad, cuya explosiva riqueza como puerto del trigo argentino ha sido vivero para broncos mafiosos y policías corruptos.

Si Rosario es Chicago, su Al Capone es Juan Galiffi Chicho Grande, un siciliano jefe de la mafia local. Dado su perfil, endilgarle el asesinato a Galiffi es lo más socorrido. Al igual que Capone, Chicho Grande nunca será condenado por sus crímenes, pero a cambio se le supone autor de todo lo malo que pasa en Rosario. La penúltima sospecha es por un secuestro que estaba investigando el periodista. La ecuación es simple, Chicho Grande ha matado a Alzogaray por meter las narices en el secuestro.

Sin embargo, hay otros más interesados en quitarlo de en medio, porque Alzogaray no acusa del secuestro a Chicho Grande, sino a la mafia judía prostibularia, la Zwi Migdal. Es una hipótesis osada; ¿por qué se va a salir la Zwi Migdal de su próspero y legal campo de negocios para meterse en crímenes graves? Pero Alzogaray descubre que la mafia judía tiene cuentas pendientes con el médico que había testificado en un proceso contra ella.

La Policía de Rosario sostiene que a Alzogaray lo han matado los anarquistas, aunque dado su descrédito nadie la cree. Y sin embargo este crimen nos lleva precisamente a las turbias conexiones entre anarquismo y mafia judía, un tema tan enojoso que tendrá que ser el genio atormentado de Roberto Arlt quien nos lo descubra en una novela.

Para entender de qué hablamos hay que situarse en la eclosión de Argentina en el cambio de siglo. Desde finales del XIX Argentina es Eldorado, atrae tantos emigrantes del Viejo Mundo como Estados Unidos. Entre esas legiones de desheredados los más miserable son los judíos de los shtetl del Imperio ruso, auténticas cloacas donde les obligan a vivir en Polonia y Ucrania. Sus habitantes no solo huyen de la pobreza, sino también de los pogromos que padecen los judíos en Rusia.

Para esta gente la llegada al shtetl de un aseado emigrante que dice buscar una esposa para llevársela a la Argentina es como si se abriera la puerta del cielo. Las familias entregan a sus hijas más jóvenes y bonitas, incluso niñas de 12 o 13 años, porque cualquier destino es mejor que el presente del shtetl. En Buenos Aires el aseado emigrante cumple: el rabino lo casa con la chica en la sinagoga. A continuación la subasta en La Parisien o el Hotel Palestina –dos negocios judíos– ese es el modus operandi de los cafishios, los proxenetas judíos, siempre casados con sus pupilas.

“No hay un solo polaco de Buenos Aires que no tenga cinco o seis mujeres”, escribe en 1927 el periodista Albert Londres (“polaco” es el judío de Polonia). “La trata de blancas, la verdadera, son los polacos quienes la practican”, remacha por si no queda claro qué significa esa poligamia. En 1910 la I Conferencia Internacional Judía de Trata de Blancas señala que en Buenos Aires “hay 42 casas [prostíbulos], de las cuales 39 pertenecen a judíos rusos”.

La Polonia judía se convierte en un centro de exportación de niñas y jóvenes para nutrir el mundo prostibulario de Argentina, algo conocido y aceptado por la comunidad. Así, “un viaje a Buenos Aires” resulta ser el eufemismo de hacerse prostituta, según la historiadora del feminismo Donna J. Guy, que cita el texto de un rabino de 1899: “Es necesario ver la miseria de las ciudades judeo-polacas para entender que un viaje a Buenos Aires no es terrorífico”.

La Varsovia

La mafia prostibularia judía se monta pronto en Argentina, en 1885 los cafishios forman el Club de los 40, embrión de la gran organización mafiosa, la Sociedad Israelita de Socorros Mutuos Varsovia, o “la Varsovia” a secas, entidad reconocida por la ley en 1906, cuyo presidente es el gran personaje de esta historia, el anarquista polaco Noe Trauman. Según su leyenda, en Polonia Trauman fue amigo de Bakunin, el patriarca del anarquismo, y de Plejánov, padre fundador del marxismo ruso, y practicaba el terrorismo revolucionario, por lo que le perseguía la Ojrana, la Policía secreta zarista. Huyendo de ella llega a Argentina, donde el revolucionario que predica la libertad se convierte en explotador de mujeres.

Sea verdad o mentira este currículum, lo cierto es que Trauman tiene miras inauditas en un simple proxeneta y hace de la Varsovia una auténtica mutua que mantiene sinagogas, tanatorios, centros sociales, teatros y lo que es más importante, cementerios propios, porque aunque la prostitución sea permitida en la Argentina y todo el mundo acepte “el viaje a Bueno Aires” como una vía de mejora en la vida de los judíos polacos, las prostitutas y los cafishios no pueden ser enterrados en los cementerios de la gente honrada.

Pero no nos equivoquemos, la Varsovia es la mafia. En los años 20, la embajada de Polonia (que tras la Gran Guerra se ha independizado de Rusia) presiona al Gobierno argentino para que la organización proxeneta deje de usar ese nombre, y Trauman la rebautiza con un nombre judío, Zwi Migdal. Pero junto a ese rechazo social en las altas esferas, Trauman ejerce en ambientes intelectuales la fascinación del personaje novelesco. Frecuenta la tertulia de la confitería Las violetas, donde conoce a Roberto Arlt, escritor de desgarrada personalidad, considerado el creador de la novela moderna argentina y precursor del teatro social.

Arlt contribuye a la leyenda de Trauman convirtiéndolo en “Haffner, el Rufián Melancólico”, que financia la revolución mediante su red de burdeles en la novela Los siete locos. Arlt se convierte así en amigo del cafishio polaco. Al periodista Alzogaray, en cambio, escribir de la organización rufianesca de Trauman le ha costado la vida. Como en Chicago... 

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