El escritor moderadamente inmoderado

13 / 07 / 2015 Luis Algorri
  • Valoración
  • Actualmente 5 de 5 Estrellas.
  • 1
  • 2
  • 3
  • 4
  • 5
  • Tu valoración
  • Actualmente 5 de 5 Estrellas.
  • 1
  • 2
  • 3
  • 4
  • 5
¡Gracias!

Un inesperado golpe de amor acaba con el Nobel de Literatura aprisionado en las páginas de papel cuché.

Es guapo y lo sabe. Ha dado siempre bien en las fotos. En todas menos una: aquella que se hizo junto a Julio Cortázar ante las columnas del Partenón, en la que el escritor peruano, apenas un chiquillo, lleva una chaqueta desgalichada, un polo de rayitas imposibles y unos zapatos que solo se habría atrevido a ponerse José Arcadio Buendía... en su ataúd.

Escribe muy bien pero es irregular. Este hombre es capaz de generar maravillas como La ciudad y los perros, Conversación en la catedral, La fiesta del Chivo, La tía Julia y el escribidor o Pantaleón y las visitadoras, y luego reverendas cagadas como Lituma en los Andes o Historia de Mayta. Pero disfruta escribiendo, que es lo más importante, y eso siempre se nota. Acabo de terminar una burlona delicia suya, El héroe discreto, que ha publicado DeBolsillo.

El escritor ha sido siempre moderado en todo. Es moderadamente de derechas, moderadamente vanidoso y humilde en la misma proporción, moderadamente ingenioso, divertido, seductor e impaciente; moderadamente español y peruano; se presentó moderadamente a la presidencia de su país, y perdió; recibió el Nobel con mucha más moderación que Cela, lo cual le permitió seguir escribiendo después de aquello bastante mejor que Cela.

Ha tenido una vida moderadamente surrealista: a los 19 años se casó con su tía segunda Julia Urquidi, diez años mayor que él (su trasunto está en la novela que he citado hace un momento) y después la cambió por su prima Patricia Llosa, sobrina de Julia. Ha sido un matrimonio moderadamente ejemplar (el escritor ha sido siempre de corazón muy hospitalario) que protagonizó uno de los escasos episodios de inmoderación de la vida de este hombre: el día en que se agarró a trompadas con Gabriel García Márquez porque pensó que este le estaba tirando los tejos a la bellísima Patricia, lo cual puede que sea cierto o puede que no. La veracidad del hecho carece de la menor relevancia. Lo importante fueron los más fenomenales guantazos de la literatura en español de todo el siglo XX.

Quiero decir con todo esto que Mario es un tipo que cae bien, lo mismo cuando se le conoce que cuando uno lee lo que escribe. Su cara de buena persona es el espejo de su alma (moderadamente), y enternece verlo nervioso cuando se sube a un escenario para jugar a ser actor (el único Nobel precedente es Dario Fo, pero es que ese era actor de verdad) o cuando transige en presentar libros de amigos moderadamente insoportables. Me refiero a los libros. No a los amigos, como es natural.

Pero ahora fíjense ustedes en las fotos que están apareciendo en las revistas cardiovasculares (singularmente en una que no voy a mencionar) en las que el escritor aparece acompañado de una señora ya mayor, muy conocida, que se mueve con la elegancia y la lentitud de la cobra real de la India y que parece haber despertado en el casi octogenario Mario una pasión sin la menor duda inmoderada. La cara de vinagre que arrastra el Nobel en esas imágenes lo dice todo. Da la sensación de que no le parte la cara al fotógrafo tan solo porque eso sería un acto claramente inmoderado... y porque el dineral que habrá pagado la revista por esas fotos “bien vale una misa”, que habría dicho Enrique IV de Navarra; hombre nada propenso a la moderación, por cierto.

A ella la conozco menos. Me la habré tropezado no más allá de tres o cuatro veces en mi vida, siempre en actos públicos de inmoderada elegancia, y reconozco que jamás la miré a los ojos: tenía la sensación instintiva de que aguantarle la mirada tres segundos podría convertirme en piedra, como sucedía con aquella gorgona de nombre Medusa que tantos problemas causó en la mitología griega.

También ella es una leyenda inmoderada, como lo son la mayoría. Dicen que recurre a poderosos nigromantes (entre ellos el mago Photoshop, pero no es el único) para mantener su rostro tenso y terso como el de Nefertiti. Aseguran que se aparece de vez en cuando a los mortales provista de una Aguja de Oro con la que les pincha en un dedo, como le pasó por accidente a la princesa Aurora, y los trastorna para siempre: así parece que hechizó a un conocido cantante melódico, mitad truhán, mitad señor. A un marqués romántico y viñador le hizo perder la razón poniéndole bajo la almohada una baldosa de cerámica de una conocida marca, y un severo ministro socialista dejó todo cuanto tenía para seguirla cuando probó –eso se murmura– un bombón de chocolate con avellanas encantadas y envuelto en oro puro. De otras habilidades que pueda tener, moderadas o inmoderadas, ya no sé nada.

Miren ustedes, a mí que la gente se enamore me parece muy bien. Creo en el matrimonio de larga duración, como el de mis padres, “hecho de felicidad y paciencia”, como cantaba Milton do Nascimento, pero sé también que la inmoderación es, además de inevitable, la sal de la vida y la luz del mundo, sobre todo para las personas tirando a moderadas. Si el Nobel peruano ha caído, como el sultán Shahriar, fascinado por los embrujos de Scherezade, pues a mí me parece muy bien; allá él con su conciencia y con la mala leche que le produce el andar en según qué lenguas y papeles de colorines, pero no se me quita de la cabeza una cosa: esos embrujos no tendrán nada que ver con la narración de cuentos.

Dicho de otro modo: a la edad de ambos, y una vez moderados los volcánicos fuegos que generaron y perpetúan la ebullición de la vida en el planeta, ¿de qué hablarán estos dos?

Grupo Zeta Nexica