Bauman: la cultura se derrite

13 / 02 / 2014 9:14 Antonio Puente
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El sociólogo polaco, premio Príncipe de Asturias, alerta sobre la disolución del pensamiento y sobre los creadores artísticos en la actual “modernidad líquida”.

Ni siquiera el célebre pronóstico de José Ortega y Gasset, “no sabemos lo que nos pasa, y eso es lo que nos pasa”, que aun iluminó el tránsito a la posmodernidad, nos sirve en estos tiempos de incertidumbre radical. Una era “omnívora”, “escapista” y “posparadigmática”, según la define en su último libro, La cultura en la modernidad líquida (Fondo de Cultura Económica) el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, uno de los intelectuales emergentes en el panorama europeo actual. Obtuvo en 2010 el premio Príncipe de Asturias de Comunicación Humanidades.

Según su análisis, en lo que denomina la época de la modernidad “sólida” existía una alta cultura, bien demarcada en la cúspide de la pirámide, que servía de ideal y modelo pedagógico para la base. Eso no impedía que hubiese también una específica cultura popular. Y todo, algún día, a través del mito del progreso, devendría en un armonioso y protegido rectángulo circular.

Fue una tendencia que duró desde la Ilustración hasta, grosso modo, finales de los años 80, tras la caída del Muro de Berlín y la irrupción de la cultura digital. Esa tendencia, inspirada en el modelo francés, contaba en Europa con el aval de los propios Estados-nación en su doble dirección: de expansión hacia el exterior y de autocolonización, a través de la ilustración del “populacho”.

Eso es lo que de un modo definitivo, para bien y para mal, se ha acabado en una sociedad que hace agua por todas partes. Tal es lo que explica Zygmunt Bauman en su reciente ensayo, un breviario en el que analiza las consecuencias culturales de lo que viene denominando, en sus últimos trabajos, “la emergencia de la sociedad líquida”. Se desmantelan ciertos prejuicios  pero, a cambio, los parámetros culturales quedan sumidos en una gigantesca incertidumbre.

A por tabaco.

El problema es que no se trata ya de un cambio de paradigma, como ocurría antaño (incluso la posmodernidad constituyó, en cierto modo, un cambio de paradigma; nihilista y estetizante, pero paradigma), sino que, en la fase actual de la modernidad líquida, nos encontramos “al comienzo de una era posparadigmática”, define el sociólogo polaco, profesor emérito en las universidades de Leeds y Varsovia. Ahora la Cultura se ha ido a por tabaco. Y no sabemos dónde ni cómo reemplazarla. Para explicar ciertos prejuicios que han quedado superados, Bauman echa mano de una célebre historieta inglesa, sobre un náufrago (esto suena al Robinson de Daniel Defoe) que, al quedar confinado en una isla desierta, termina construyéndose tres chozas. La primera la convierte en su vivienda habitual; la segunda es el club social al que acude los sábados y en la tercera coloca un cartel en la puerta que dice “prohibida la entrada”. Es una buena ilustración de cierto paroxismo neurótico que pudo acompañarnos durante la sólida modernidad cultural.

Hoy ese esquema ha sido superado pero, a cambio, en la modernidad líquida, la marea ha subido hasta cubrir por completo esas construcciones imaginarias, y el náufrago ha de limitarse a mantenerse a flote a solas, achicando agua, sin maestro alguno, entre su cuello y su ombligo... Sobre todo, esa tercera choza constituyó una gran fuente de creatividad a través de la transgresión, hoy periclitada o sencillamente desoída en la hegemonía del pensamiento único y de lo estéticamente correcto. El náufrago se ha curado de ciertas neurosis propias de la cultura en la era analógica, pero a cambio de contraer nuevas e insospechadas esquizofrenias...

Lo determinante es que la cultura ya no es más “un agente de cambio, con la concreta misión de educar a las masas y refinar sus costumbres”, explica Zygmunt Bauman a esta revista. La cultura era un mapa y una brújula, en la creencia colectiva de que nos conduciría a buen puerto. “Era un instrumento de navegación destinado a guiar la evolución social hacia una condición humana universal”, dice. En cambio, actualmente, “ya no consiste en prohibiciones sino en ofertas, ni en normas sino en propuestas”, pues “la cultura se asemeja hoy a una sección más de la gigantesca tienda de departamentos en que se ha transformado el mundo, con productos que se ofrecen a personas que han sido convertidas en clientes; y, como tales, están hechos para ‘el máximo impacto y la obsolescencia instantánea”, dice citando algunos planteamientos críticos de George Steiner. Hoy, las élites culturales siguen operando –de hecho “están más activas y ávidas que nunca”– pero se han vuelto “omnívoras”, ironiza Bauman, así que consumen un amplio e indiscriminado catálogo de formas tanto populares como cultas; y en ese sentido, no solo no tienen nada concreto que enseñar a nadie, sino que además “están tan ocupadas siguiendo hits y otros eventos culturales célebres que no tienen tiempo para formular cánones de fe o para convertir a otros. No tienen nada que decir a la multitud unívora que está en la base de la jerarquía cultural”.

Bourdieu y un paso más.

Bauman sitúa el arranque de sus planteamientos sobre el incierto papel de la cultura en la actual modernidad líquida, allí donde acababa el análisis de Pierre Bourdieu sobre la delimitada función de la cultura en la modernidad todavía “sólida”. En La distinción. Criterio y bases sociales del gusto (Taurus), redactado justamente en los años 80, el sociólogo francés habla de la función “homeostática” y cerrada que hasta entonces desempeñaba la cultura: “Cada tipología de oferta artística estaba dirigida a una clase social y solamente a esa clase; hasta el punto de que los productos culturales que se consumían eran el principal indicador de la definición de clase, segregación de clase y manifestación de pertenencia a una clase, cuando las fronteras estaban legiblemente delimitadas con sus respectivos públicos; estos consumían o bien productos de alta cultura o productos vulgares”, explica Bourdieu. La posmodernidad supuso una suerte de tótum revolútum y melé estetizante, pero en la fase actual omnívora y posparadigmática el único imperativo es el mercado, con públicos que “ya no se involucran sino es por mediación de eventos expresamente fabricados por la mercadotecnia”, como alerta Bauman. De ahí que ciertos artistas y productos que antaño se tildaban de “comerciales” u “horteras” hoy reciben mayor tolerancia, o al menos un distanciamiento más abstencionista que crítico por los públicos más diversos.

El viejo aserto de Paul Valéry: “Todo cambia menos la vanguardia”, que parecía una ley de hierro en la garantía de la transgresión y la resistencia, también hace agua en la modernidad líquida.

Y lo que parecía un chiste socarrón de Marshall McLuhan hoy se convierte en una definición inquietantemente válida: “El arte es cualquier cosa que permita a uno salirse con la suya”.

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