75 años de libros

25 / 05 / 2016 Javier Memba
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La Feria del Libro de Madrid lleva tres cuartos de siglo haciendo lo imposible para que los españoles, o al menos los madrileños, se lleven a casa (con descuento) lo mejor que se publica cada año. Esta es la azarosa historia de algo que es mucho más que un negocio.

Antonio Gala en la feria del libro de Madrid

Ni la lluvia, su más antigua enemiga, ni el libro electrónico, su último adversario, han impedido que la Feria del Libro de Madrid celebre este año su 75 edición –del 27 de mayo al 12 de junio– como la cita más sobresaliente, y una de las más veteranas, de la primavera cultural de la capital. En todo el tiempo transcurrido desde sus comienzos, José Caballero, Mingote o Alberto Corazón han sido algunos de los artistas y diseñadores encargados de realizar el cartel anunciador. Entre todos ellos es difícil imaginar a José Luis López Vázquez, reconocido ilustrador antes de dedicarse a la interpretación. Fueron suyos los carteles de 1955 y 1956. Son muchas las anécdotas que han dejado estos 75 años.

En esta ocasión, en la que se han reunido 367 casetas, el cartel es obra de Emilio Gil y el lema “Porque no se imagina en el aire. Porque imaginar tiene que ver con hacer, con poder hacer” alude a una de las novelas más celebradas de Belén Gopegui: El lado frío de la almohada. Como ya lo fuera en 2009, el país invitado vuelve a ser Francia. En realidad, las ferias de libros madrileñas se remontan a poco después de la invención de la imprenta. Así, en las de San Mateo y San Miguel, muy bulliciosas en las postrimerías del siglo XV, los textos ya destacaban entre los cuadros y otros objetos, entre los que no faltaban los aperos de labranza. Tal y como hoy la conocemos, la Feria del Libro obedece a un empeño del malagueño Rafael Giménez Siles, que fuera vicepresidente primero de la Cámara Oficial del Libro de Madrid. Antiguo colaborador en revistas críticas durante la dictadura de Primo de Rivera, militante comunista y “obstinado aprendiz de editor”: así le gustaba definirse a sí mismo, ya octogenario, en sus memorias, publicadas en el México de 1984.

Mediados los años 30, Giménez Siles era consciente de la necesidad de instruir al pueblo tanto como de la de poner en marcha un mercado interior y potente del libro español. Habrá que recordar que, por aquellas fechas, las editoriales autóctonas vendían mucho más en los países hispanoamericanos. Ante este panorama, el obstinado aprendiz de editor planteó en la cámara la organización de una feria que acercase los textos al lector, a pie de calle. Y nada mejor que hacerlo en la arteria más transitada de la capital, que entonces era el paseo de Recoletos. Y fue allí, donde hoy se extienden las ferias de libros antiguos, donde la idea se puso en práctica.

Inaugurada por primera vez el 23 de abril de 1933, dentro de los actos de la semana cervantina, toda la pompa de la ocasión fueron sendas alocuciones de Fernando de los Ríos –entonces ministro de Instrucción Pública– y Pedro Rico, alcalde de Madrid, ante un micrófono instalado frente a la iglesia de San Pascual. Aquella vez el número de casetas solo alcanzó la veintena y las ventas llegaron a 43.340 pesetas. Ya en 1934, el acontecimiento se renombró como Feria del Libro Español e Hispanoamericano. Fueron 40 los templetes que abrieron sus puertas. Entre los visitantes más ilustres destacó el ministro de la Guerra, el radical Diego Hidalgo Durán, quien se gastó 10.000 pesetas ¡de aquellas! En libros para el Hogar del Soldado. Fue la más aireada de las muchas muestras de solidaridad –que entonces se llamaba beneficencia– de aquella primavera.

Primer guiñol

En la siguiente, la de 1935, el teatro de García Lorca
 –una de las más genuinas manifestaciones del renacer cultural de la República– irrumpe en la feria. Lo hace dentro del pabellón bautizado como Lope de Vega. Allí se representa El retablillo de don Cristóbal. Giménez Siles recuerda en sus memorias cómo contactó con Miguel Pietro, el titiritero que lo representó junto a su pareja: “Me visitó en las oficinas de la Agrupación de Editores Españoles, instaladas en la calle del Conde de Aranda. En aquellos días me dedicaba a organizar la tercera feria. Me contó que tenían organizado, actuado por los dos, un pequeño guiñol, La Tarumba, y que para el mantenimiento de ese modesto teatro les ayudaría mucho la participación en la próxima Feria del Libro. La simpática pareja, de limpia ideología comunista, me impresionó por la labor cultural que venía realizando y les contraté cuatro representaciones, que darían instalándose en el andén del paseo de Recoletos que iba a ocupar la feria”. Los lectores pudieron asistir a ellas, así como a las diversas funciones del programa, con un 10% de descuento. El mismo que, desde las primeras ediciones, se viene haciendo sobre el precio de venta de los libros.

La inminencia de la guerra se hizo notar en la edición de 1936: la violencia perpetrada por las organizaciones políticas y sindicales, todas ellas de limpia ideología, se ha enseñoreado de las calles de Madrid y el número de visitantes a los puestos de Recoletos se resiente. Las ventas no pasan de 200.000 pesetas. El conflicto y los rigores de la inmediata posguerra que encarecieron el precio del papel– alejaron a los lectores de su encuentro con editores y libreros.

Rondallas, no teatro

Interrumpida entre 1937 y 1944, cuando la Feria del Libro volvió a organizarse lo hizo en el paseo de Calvo Sotelo: así llamaron los vencedores al paseo de Recoletos. Huelga apuntar que en la nueva cita se olvidó aquel renacer cultural de la II República que la impulsó en sus comienzos. Las rondallas del Frente de Juventudes sustituyeron a los guiñoles de Federico García Lorca. Eran los años en que los editores saludaban a la romana a Franco y a su séquito en su visita a las casetas. Con todo, la propuesta iba en aumento cada nueva primavera. Ya en 1949, con la celebración de la décima edición, se contabilizaron 98 estands, que abarcaban desde la plaza de Colón hasta la esquina de la calle de Ayala. También fue entonces cuando llegaron las primeras firmas de autores. Las alocuciones, que, como las de las autoridades en la inauguración, habían venido haciendo hasta entonces los escritores por micrófono, señalando así al visitante las virtudes de la lectura, habían quedado definitivamente atrás.

En la edición de 1951, la estrella fue la colección Austral, una de las más memorables del panorama editorial español. Fundada en 1937 en Buenos Aires por la filial argentina de Espasa-Calpe, estaba llamada a convertirse en la introductora del libro de bolsillo en España. Siempre atenta a la excelencia de sus textos, su primer título fue La rebelión de las masas, de José Ortega y Gasset. Aquella primavera del 51 la propuesta alcanzó el millar de números y comenzó a editarse en nuestro país, con lo que fue agasajada en las casetas como se merecía. Pronto los lectores se acostumbrarían a buscar en la feria los títulos de su interés de propuestas como El libro de bolsillo, de Alianza Editorial, o la entrañable –y ya desaparecida– Libro amigo de Bruguera.

Pero justo es reconocer que Austral fue primera, la que impulsó la costumbre. Entre los éxitos de ventas más recordados de la época destaca la novela El mar está solo. Dada a la estampa por Destino en 1952, era obra del periodista y escritor gaditano Francisco Montero Galvache. Ya en el 58, reciente aún la muerte de Juan Ramón Jiménez, en febrero de ese mismo año, el libro más despachado fue una reedición de Platero y yo. El interés que despiertan los autores recién fallecidos es una constante en el público lector desde siempre. Tanto es así que la feria de 2014 fue dedicada a Leopoldo María Panero, el poeta más demandado en la cita madrileña, fallecido ese mismo invierno. Menos frecuente es que los visitantes se interesen por la ciencia ficción: nuestra tradición, básicamente, es realista. No obstante lo cual, quienes esta primavera quieran leer sobre el quimérico viaje a otras épocas al socaire de la serie de televisión El ministerio del tiempo, han de saber que la novela que dio origen a tan exitosa producción, La patrulla del tiempo, de Poul W. Anderson, acaba de ser reeditada por B. Como también lo ha sido La trilogía de Eblus, de Care Santos, otra de las apuestas de esta editorial barcelonesa para la feria madrileña.

Instalada por primera vez en el Paseo de Coches de El Retiro en 1967, la nueva ubicación arraigaría tanto entre los madrileños que, en 1979, cuando se abrió en el Pabellón de Cristal de la Casa de Campo por un problema de tasas con el ayuntamiento, la cita resultó ser todo un fracaso. Años después, cuando en 1990 la concejala Esperanza Aguirre tuvo la peregrina idea de llevarla a otro sitio por el impacto que causaron en el parque los tres millones de visitantes, nadie le hizo caso.

La Feria del Libro ha sido testigo y reflejo de todos los cambios e inquietudes de la sociedad española, a todos los niveles. Cabe suponer que, en la edición de este año, una de las novedades más vendidas sea Esa puta tan distinguida (Lumen), la nueva entrega de Juan Marsé. La simple mención de su título basta para dejar constancia de cómo han cambiado los gustos del público lector desde 1959, cuando se hizo el primer recuento de ventas, y los autores más demandados por los asistentes resultaron ser el catedrático José Camón Aznar –quien fuera mentor del entonces príncipe Juan Carlos–, fray Santiago M. Ramírez y otro mártir del Movimiento: el diplomático y escritor Ramiro de Maeztu. Sin embargo, la obra más vendida en aquella ocasión fue Edad prohibida (1958), una ficción sobre la adolescencia del periodista Torcuato Luca de Tena. Otra obra de este mismo autor, Los renglones torcidos de Dios, sería la más buscada por los visitantes en la primavera de 1980. Más de treinta años después.

Unos años antes, ya popularizado el premio Planeta y convertida la Guerra Civil en un subgénero clásico de nuestra novelística, el escritor que más vendió en 1973 fue Ángel María de Lera, uno de los máximos exponentes de esa tendencia. No mucho después, mediados los años 70, pese a que en 1975 la lluvia fue tan pertinaz que solo dio un día de tregua, la feria asistía al boom del libro político. Abundaban las editoriales especializadas en él, de las que sellos como ZYX, La Gaya Ciencia –fundada por Rosa Regàs– o Campo Abierto fueron buenos ejemplos. Ante este panorama, nada más lógico que en 1976 el libro más vendido fuera Charlas en la prisión (Laia), de Marcelino Camacho. Se trataba de la primera edición española de un texto publicado antes en París. Aquellas también fueron las primaveras en que se iban a buscar a la feria los libros antaño prohibidos. Habrá que recordar Los trópicos de Henry Miller, que conocieron la primera edición autóctona con el sello de Alfaguara durante la Transición.

Inauguraciones reales

Los saludos a la romana solo eran un mal recuerdo entre los editores que en 1980 se sumaron a una sonada campaña por la libertad de expresión. Ya en 1981, la última edición organizada por el Instituto Nacional del Libro, fue la primera inaugurada por un presidente del Gobierno: Leopoldo Calvo-Sotelo. El rey Juan Carlos lo haría en el 84. Desde entonces, siempre ha sido un miembro de la Familia Real el encargado del primer paseo.

Un año antes, en 1983, se habían abierto un hueco los textos de autoayuda. Un clásico de este género fue Ante la depresión, del doctor Vallejo Nájera, toda una eminencia en estos menesteres, o al menos una mina de oro para las ventas. Más peligroso es amar (Aguilar), de Lucía Etxebarría, bien podría ser el equivalente
a aquella propuesta de esta primavera. Entre las novelas del 83 arrasaron Bella del señor, una ficción del entonces ya difunto Albert Cohen que también conoció su primera edición española 15 años después de la original. Respecto a la narrativa autóctona, hay que dar noticia de Manuel Vicent con La balada de Caín. El montante de las ventas de aquel año ascendió a 500 millones de pesetas.

Los niños, presencia fundamental de la feria con sus visitas de colegio y sus constantes peticiones de pegatinas en las casetas, llegaron oficialmente al encuentro con la primera feria infantil en el 59. Sin embargo, fue en 1986 cuando entre los más vendidos aparecieron varios títulos dedicados expresamente a los críos. Fueron relatos de la enjundia de El príncipe cangrejo de Italo Calvino, Historia de prehistoria de Alberto Moravia, o Intercambio con un inglés, de Christine Nöstlinger.

Una de las cosas que consiguió el ayatolá Jomeini al poner precio a la cabeza de Salman Rushdie fue que su Versos satánicos fuera la novela más vendida en la Feria del Libro de Madrid de 1988. El mundo de Sofía, de Jostein Gaarder, lo fue en el 91; y en el 92 el periodista José María Carrascal colocó 3.000 ejemplares de su Tratado de las buenas maneras, aunque ese año la autora española que más vendió fue Carmen Martín Gaite. Las colas para las firmas de José Luis Sampedro, Arturo Pérez Reverte o Almudena Grandes también constan en los anales. Aunque nadie ha llegado a alcanzar las cifras de Antonio Gala, quien, durante 18 años –los que se fueron entre la publicación de El manuscrito carmesí (1990) y Los papeles del agua (2008)– colapsaba la feria en su último fin de semana. Ha sido el campeón absoluto de todos estos 75 años. 

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