29 de septiembre de 1997

30 / 01 / 2018
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Confesiones desde la cárcel de Rodríguez Galindo.

El ex general de la Guardia Civil Enrique González Galindo, en 2002. | Foto: Justy

El general Enrique Rodríguez Galindo, uno de los guardias civiles que más luchó contra ETA, acabó en la cárcel en 1996 acusado de la tortura y asesinato de los terroristas José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala. Desde prisión, en una de sus contadas entrevistas, contó su versión de los hechos de la mano del periodista Santiago Belloch.

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Ya estoy tranquilo, me he despedido de mi familia, le he pedido a mi mujer que mantenga el ánimo de nuestros hijos... Ahora sé que estoy preparado para morir en prisión. Este último año ha sido imposible. Cada noche, cada mañana, me acordaba de mis hombres en la cárcel... y me sentía fatal. Ahora lo único que me preocupa es su libertad, que puedan rehacer su vida, que tengan una oportunidad de cambiar el curso de tanto sufrimiento”. Sábado, tres y media de la tarde. Me acerco a la prisión militar de Alcalá en medio de un calor absurdo. Vallas, rejas, cancelas, un muro blanco de cinco metros de altura, una inmensa puerta de hierro pintada de verde con una mirilla enrejada tan pequeña que parece un dibujo infantil. Al otro lado, cemento, más calor y una ingenua línea de pinos dando sombra a unas matas de adelfas. Otra puerta, otra reja y entro finalmente en un pabellón de ladrillo rojo de una sola altura. Me hacen pasar a una sala que solo se abre cuando hay visitas. Austeridad.

–Aquí me tienes...

–¿Cómo está, general?

–Entero, con la cabeza muy clara y en prisión... como mis hombres.

No le hago una entrevista, me limito a conversar con él, sin guion, sin preguntas. El general no es el mismo que yo conocí a lo largo de nuestras conversaciones de los últimos meses. Algo ha cambiado en él. Siempre mantuvo el ánimo sereno y la mirada directa. Ahora es otra cosa. “Acabas por darte cuenta de que lo más importante es el autorrespeto, poder mirarte a los ojos en el espejo y saber que no tienes dudas, que haces lo que debes hacer. Siempre lo hice así. Nunca perdí de vista ni el honor del Cuerpo ni mis obligaciones personales. Eso ayuda, incluso aquí –señala con el gesto un patio de cemento, una solana áspera con un cañizo en una esquina–, sobre todo aquí”. 

Una celda de dos por tres

Ese patio es el punto de escape de la pequeña celda –dos metros y medio por tres– en que vive ahora el general Rodríguez Galindo. Una cama de dos metros por noventa centímetros, una pequeña mesa, una silla y un mínimo aseo provisto de ducha. Su celda es la última a la derecha de un largo pasillo solitario. Su ventana, enrejada, da a la solana de cemento.

Nada parece moverse en el pabellón. El silencio es absoluto. “Tengo como único compañero a un anciano y digno coronel, parece ser que mató a su mujer, que se ha hecho amigo de los pájaros. Todas las tardes, a las seis y media, me invita solemnemente a presenciar el espectáculo. Deshace su panecillo de la mañana en un puñado de migas y las arroja al patio, frente a su ventana. Siempre a la misma hora. Parece que estén a la espera; en menos de diez segundos se arma la fiesta. El viejo coronel tiene decenas y decenas de clientes con alas...”. Hace unos días, José María Fuster –uno de sus abogados– le hizo llegar una carta de su mujer con un poema de un solo verso: “Para tu libertad solo bastan mis alas”.

Miro a mi alrededor. Es una sala grande, en las paredes flotan grabados militares, mapas de Filipinas, bahías de la vieja América colonial, planos de ciudades. Viejos sofás se agrupan en tres rincones. Marrón y beige, gris y ocre. “No tengo queja alguna, ni de mi celda, ni de la normal disciplina militar que debe imperar en esta casa, ni de los funcionarios ni de nada... Quizá un espíritu más exigente podría poner reparos a la comida, pero pocos militares lo harían”. Una cazuela de champiñones a la murciana y codillo ha sido su menú del sábado; para beber, como cada día, un vaso de gaseosa, agua o limonada, a elegir: “No acudo nunca a la cena, siempre he sido austero con la comida. Guardo el panecillo de la mañana y me hago un bocadillo, con eso tengo bastante”. Nada de alcohol en la prisión militar, ni siquiera una cerveza... Agua, limonada o gaseosa un día y otro, y otro, y otro...

Hay que levantarse a las 7.45 de la mañana. El día en la prisión debe de ser largo: “Suelo acostarme a las diez y media de la noche. Tenemos un cuarto con un televisor y autorización para disfrutarlo hasta más tarde, pero esas son las horas en las que escribo más a gusto”.

El general ha vuelto a la costumbre de su primer periodo en prisión; cada noche escribe su diario: “Nada que pueda interesar a ningún medio de comunicación, algo personal, mis experiencias en esta vida cerrada, un recurso para no sentirme definitivamente inútil. Te confieso que eso es lo más duro. Saber que toda la experiencia que has acumulado, que la sensatez que la vida te va dando a tan alto precio no sirve para nada. Mis reflexiones me ayudan a entender mejor lo que me rodea. Mi conciencia está tranquila. Estoy en paz conmigo mismo y preparado para todo lo que me queda por pasar”.

Le comento esa lamentable coincidencia. El mismo día, casi a la misma hora, su encarcelamiento y el pase a tercer grado de cuatro terroristas de ETA con delitos de sangre: “Sí, conozco el tema. Y sé quiénes son los cuatro etarras. Bueno, uno de ellos pertenecía a los Comandos Autónomos y no todos estaban implicados en delitos de sangre. En cualquier caso, si el ministro del Interior ha creído
 que es mejor para España, no tengo nada que objetar”.

Y no hay manera de sacarle de ahí, no se deja afectar por el bajo grado de cumplimiento efectivo de las condenas, por la aparente injusticia... “Son cosas distintas. Yo soy un preso preventivo, ellos tenían sentencia firme... No me imagino al ministro tomando una decisión así por capricho, seguramente ha hecho lo que creía que debía hacer”. 

El recuerdo de los hijos

Dice que el recuerdo de sus cinco hijos no le inquieta, pero su tono y sus palabras le delatan: “Para qué darle vueltas, les echo de menos, sobre todo a la pequeña, tiene 14 años... quizá es la que más podría necesitarme... pero son fuertes, cuatro de ellos tienen la vida encaminada –tres de sus hijos son miembros de la Guardia Civil y su hija mayor es abogada–, saben que tienen a su madre y que pueden venir a verme cuando me necesiten –duda unos segundos, sonríe–. Es verdad, sí que es un tanto amargo”.

Me invita a agua o a café –“han instalado una máquina esta mañana”–. Acepto el agua. El general marcha hacia su celda y me deja solo. Miro por la ventana. El sol cae a plomo sobre el patio y el chamizo de paja apenas crea una sombra sobre el cemento. Al fondo, a la derecha, las paredes verdes con las líneas blancas de un frontón siempre solitario. No hay horizonte, solo paredes y un cielo color cobalto.

Hablamos de su familia, me cuenta
 el bochorno, y la emoción, de los aplausos que le dedicaron algunos de sus compañeros en la Academia de Zaragoza… “Quizá haya sido ese el último día de mi vida en que haya podido ponerme el uniforme. Cuarenta años, día por día, le he dedicado. Cuarenta años sabiendo lo que eres...”.

Me explica su decisión de no ver a su familia más que una vez cada 15 días: “Tienen que montar un sistema propio de vida. Puedo estar aquí de forma indefinida. Sería un disparate que se organizasen en torno a mi ausencia. Hay que afrontar la realidad de cara”.

El general Enrique Rodríguez Galindo es hombre de fe, un firme creyente. A lo largo de mis conversaciones con él nunca pude sacar el tema del caso Lasa-Zabala. En esta sala de visitas me encontré con lo que no esperaba: “Nunca he querido hablar de ese tema. Ahora tampoco lo haré, pero por una vez, por una sola vez, quiero dejar algo claro –me mira a los ojos con un gesto distinto y sé que me va a transmitir un mensaje importante–. Juro por Dios que nunca ordené ni el secuestro ni el asesinato de Lasa y Zabala”.

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